domingo, 31 de julio de 2011

El lector caminante

          Alma de gato sin domesticar, el lector callejero resulta una variante atemperada de exiliado. Huye de casa donde la tele nunca cesa de dar su cotidiana tabarra futbolera, alarmista o sentimental, y donde frecuentemente se cierne una pelea, una tarea pendiente o una impostergable pregunta ahora que no haces nada. También huyes del trasiego, del siseo, del me levanto-me siento, de la solemne y caótica eucaristía de las bibliotecas. Y un día te echas a la calle a leer, escapando del inalienable derecho ajeno a interrumpir tu lectura, a nadar en ese anonimato bullicioso, a afrontar cualquier peligro a ver si así te dejan en paz.


          El mayor de los enemigos del lector caminante son, evidentemente, las cacas de perro. Sin embargo, esa privilegiada y tan reñida posición en el ranking se da de codazos con otro: Los pasillos de los intercambiadores de transporte, generalmente concebidos como grandes cúpulas abiertas, subdividas a su vez por mamparas de cristal cuyo boceto científico podría, al menos, haberse encargado a alguien ajeno al diseño de laberintos para ratones.


          Estos intestinos minimalistas conducen al lector ambulante a encerronas sutiles, imperceptibles para la visión periférica, único panorama del que se disfruta alrededor del libro abierto ante tus ojos, añadiendo al extravío el desaire de verse al final de un pasillo, que posteriormente además ha de desandar, entre tres paredes de metacrilato, y cuya transparencia expone a la vergüenza pública una situación que recuerda fielmente a la de los avatares de los videojuegos dejados a su suerte caminando sin desmayo ni esperanza contra un muro inmutable de bites mientras uno va tranquilamente al wáter o contesta al teléfono.


          Pero la lista de peligros se presenta interminable. El sol de frente, las zanjas, los socavones, los paseantes aún más despistados que uno mismo, la gente que habla a gritos por teléfono o entre sí, los ataques de tos o al corazón, propios y ajenos, el amor y el divorcio, propio y ajeno, el llanto de los hijos propios y ajenos.


          Mosquitos, pequeños insectos curiosos que se posan en las líneas de la página como en otro tiempo hacían los vencejos sobre los cables del telégrafo, despistados insectos que soplas en un gesto amable en vez de caer en la tentación de aplastarlos cerrando de golpe el libro, dando así por preferibles unos difusos perdigones al paisaje de sangre de después de la batalla. Los bolardos, los semáforos verdes para el peatón pero en fase intermitente, mientras los vehículos te bufan sus revoluciones, las motos que a falta de mejor opción circulan por la acera, mendigos, ancianos con muletas, y manchas inconcretas que surgen y a la misma velocidad se pierden en la nada.


          Los suscriptores de revistas o donaciones, señoras paradas en los escaparates, las señoras que vienen de frente por su carril de la izquierda decididas por una cuestión de principios a no desviarse ya sea por milímetros, los salientes bornes de los cierres metálicos de persiana de los escaparates que siegan el paso a la altura de los tobillos, los pequeños perros que ladran lectores a saber por qué, los camareros que salen con diligencia y soltura del local a la terraza con la comanda acrobáticamente retrepada en la bandeja, pero sin señalizar acústicamente dicha maniobra. Los bolardos otra vez.


          Los altavoces de la televisión del metro. Uno recuerda que salió de casa por no verla. El hueco que hay entre coche y andén que exige toda tu atención para ahuyentar la siniestra idea de que el libro mismo o una sandalia puedan caer por él. Los que se contorsionan a tu lado para ver el título de tu libro y que tu crees por un segundo que está sufriendo un desmayo. La gente que sale disparada del vagón. La gente que sube las escaleras mecánica de tres en tres escalones, el sol de frente, otra vez. Los pasos de cebra que son como la muerte del juego de La Oca, rodeada de bolardos y coches que te pueden llevar a la primera casilla o al hospital.


          Y estas son las amables, porque también están las de otra clase, el viento, la lluvia, el invierno, las farolas indecisas, los asaltantes que te tiran el libro al piso pero buscan tu cartera sin relación lógica entre ambas acciones, y apareces de pronto en el centro del territorio apache de una banda y rodeado por ellos y su sonrisa sardónica, conscientes, tal vez, de que hasta sólo un segundo antes ejercías de invitado en la residencia de Emma Woodhouse, con la que mantenías un ameno coloquio.


          No obstante, por fin vuelves a casa incólume, o algo parecido, consciente de que vuelves para morir, como Don Quijote, con el deber de la locura cumplido. Me gusta leer.

miércoles, 20 de julio de 2011

¿Por qué leer a Chéjov cuando nadie te apunta con un arma? y 4

Contrapunto final

¡Oh no!
          Y en éstas, D. Jose María Aznar, ese cadáver político con tal vocación de enano de jardín que amanece en uno cada mañana, y al que hay que rescatarle del laberinto de setos, adonde no sabe muy bien cómo ha llegado, conduciéndole dulcemente de la mano (el último de los cuales es el jardín del Sr. Murdoch, del que tratan de sacarle sus abogados) va y se arranca en TELVA, nueva revista de referencia política, con un: "Me gusta ser previsible y no me gustan los ocurrentes. Son gente peligrosa, tanto en la vida como en la política". Y describe el rumbo de la política española como "confuso y equivocado", que para él resultan manifiestamente sinónimos (¿?), para rematar la faena con un "ser de izquierdas es una pérdida de tiempo", concibiendo sin pretenderlo el cóctel mental TELVA: Unas gotitas de bravata, un pelazo, un buen sastre, y todo bien meneado en el batiburrillo de tópicos y trivialidades que él llama sentido común.


          Mejor no preguntarle, por ejemplo, acerca de su postura hacia la tumultuosa historia de la filosofía, habiendo gente tan castiza como él, que corta por lo sano y tira por la calle de enmedio, y que funciona como una desbrozadora del pensamiento. Tal grado de suficiencia y menosprecio sólo es posible en alguien que se haya tragado su propio Charlot sin darse cuenta y al que se le salta el mecanismo de cuando en cuando.



















          A través de estas palabras uno sólo es capaz de vislumbrar la tortura que tiene que suponer para este hombre abandonar su, tan querida, eternidad para patear este polvoriento mundo, este mar de confusión y errores, tan lleno de tiempos muertos y perdidos, tan lleno de peligros sin cuento, incluso, tan lleno de gente, que es la vida. Lo duro que le debe resultar continuar en su pellejo, siendo miembro, como es, del ilustre panteón de honoris causa y de líderes carismáticos, con una férrea fe, compuesta de cuatro ideas, pero, eso sí, muy claritas. Si bien para el resto, semejante escasez, no parece otra cosa que falta de imaginación (empatía, complejidad, humanidad, sutileza... llámelo equis).


          Esas cuatro verdades, que para que lo sean, requieren además de un Himalaya de mentiras previas, como lo fueron las que nos metieron en la guerra de Irak o las que intentaron pergreñar para que los culpables del 11 M fueran quienes a ellos les interesaban. O cuya claridad resplandece en los rótulos de los ataúdes de los fallecidos en el YAK 42, mientras en su interior los restos fueron distribuidos al buen tuntún, al parecer porque realizar pruebas de ADN para que los familiares recuperen el cuerpo de los soldados fallecidos, junto con el respeto debido a su duelo, son una pérdida de tiempo, como ser de izquierdas, como reír, amar, dudar, dormir a pierna suelta, o acariciar tu pelo.
*    *    *


          Es conocido que Hemingway afirmaba que para escribir bien, sólo había que hacerlo con honestidad, pero que era lo más difícil ("The hardest thing to do is to write straight honest prose on human beings"). Si Hemingway de alguien es heredero es de Chéjov, como toda la buena literatura hasta hoy. Nada ha sido escrito igual desde entonces y nada podrá ser escrito sin tenerlo en cuenta. Siempre me había preguntado por qué me gustaba tal o cual autor, ahora lo sé: me gusta lo que tienen de Chéjov. Y no me gusta lo que tienen de impostor.




          Cuando uno comienza un relato suyo, paradójicamente NO HAY NADA ESCRITO. Lo que subrayan sus historias es justamente la absoluta ausencia de absoluto. Pero lo que los hace grandiosos es que todo es entrañable, estamos atados afectivamente a sus personajes, a sus ilusiones, a sus esfuerzos, a sus golpes, y, al mismo tiempo que empatizamos con seres tan miserables como nosotros mismos, no podemos hacer nada por salvarlos. Justamente como a nosotros mismos. Una vez enterrado el mito de la redención. Chéjov escribe para los seres a los que, la vida no les destruye pero tampoco les redime, para los seres que nunca nos ha tocado la lotería más allá del reintegro o una triste pedrea, aunque estemos condenados a levantarnos cada día, y cada día tiramos los dados, cogemos un boleto al que nos aferramos un poco tontamente, sin que nada cambie, ni lleguemos a comprender del todo cómo ni por qué.


      
          Y, hala, aquí lo dejo porque, si Chéjov levantara la cabeza, vendría a darme un coscorrón por ponerme tan sublime, tan grandilocuente, tan poco chejoviano. Con un poco de suerte, es posible que escribiera un cuento sobre alguien, digno de lástima en el fondo, que se sentía entusiasmado, sublime y sentencioso cuando leía sus relatos.

martes, 19 de julio de 2011

¿Por qué leer a Chéjov cuando nadie te apunta con un arma? 3

Zonas de incertidumbre

          Hay una manera lineal de afrontar la vida, que además es la más común en nuestra civilización, ya casi única, que consiste en abordarla como un comienzo con un entrenamiento y cierto augurios, buenos o malos, que pasa a una segunda fase donde el protagonista en la lucha por conseguir sus objetivos pone en juego todos sus recursos para, por último, conseguirlos y ser feliz. O por contra fracasar y no serlo. Planteamiento, nudo y desenlace. Comedia y tragedia. La vida queda redonda, acabada y su éxito o fracaso desprenden atributos morales.




          Chéjov, por contra, se plantea sus relatos como escritos desde el más allá de esa linealidad. Supongamos que ya hemos muerto, supongamos que ya ha llegado el apocalípsis, supongamos que la infancia, la madurez, la miseria, la gloria, la misma muerte, son sólo vida, partes inarticuladas de un todo que no encaja, que no tiene una finalidad, y por tanto carecen de valor doctrinal o ejemplificador, que tienen valor por sí mismas y que eso nos descubre dimensiones nuevas, crudas, contundentes, a veces inaceptables para nuestra conciencia.


          Eso es Chéjov, un escritor después de un apocalípsis moral, más allá de la moral, más allá del pensamiento, una vez superado el prejuicio de que el mundo tenía que parecerse a algo que nos gustara o disgustara y el escrúpulo de que el relato se aviniera a reducirlo a nuestro estrecho criterio, sea este A o B. Seres que caminan entre las cenizas de su propia vida, que se mueven, más que avanzan, entre la inconsistencia, la incongruencia, la intranscendencia, la levedad, los clichés. Seres miserables que se afanan por salvar su pequeña verdad del gran cataclismo sin lograrlo del todo.


          Esta cuestión es palpitante en todos sus cuentos. Somos seres un poco perdidos en nuestras vidas, algunas llenas de estrecheces y miserias materiales ("Muzhiks-Campesinos"), algunos en su brillo académico y social ("Una historia aburrida"), otros enredados en su felicidad un poco boba, o en un complaciente cinismo, o bondadosa superioridad moral ("El pabellón número 6"), da igual, sobre todos los personajes se cierne una mirada atenta y comprensiva, una tierna compasión hacia su ingenuidad, hacia su egoísmo, su falta de agudeza mental, su agresividad o, incluso, su misma mezquindad.


          Una mirada que sólo se puede definir como el polo opuesto al desprecio. Y sobre todo al hecho de reconocerse como uno más y de reconocer a los demás como iguales. Homo sum, humani nihil a me alienum puto. En todos distinguimos su dimensión humana, en todas sus virtudes o taras encontramos un eco, hasta que dejamos de considerar su condición moral o filosófica o política de cosa mala o buena, virtud o defecto, positivo o negativo. Ningún relato suyo puede reducirse a una máxima o cuajar en una idea. Sus relatos sólo se pueden experimentar. Poseen tantos matices, algunos implícitos, que es imposible deslindarlos. No estamos allí para juzgarlos, estamos sólo, exclusivamente, para contemplarlos, diría incluso, para apreciarlos.


          Da un paso, más allá de la neutralidad moral del relato.


          Esta cuestión ha ahondado, golpea de lleno en la preocupación que me empujó a empezar escribir este blog. La duda como forma de comprensión, no de compresión. No se puede comprimir la experiencia e ir destilando ideas, es necesario ensanchar la mente y eso requiere paciencia, sensibilidad y momentos de ceguera, a veces, deslumbrante ceguera.


          El el último post dejé caer una frase que decía algo así como que para avanzar en el conocimiento es necesario crear ciertas zonas de incertidumbre, atarse los machos y soportar esa aceleración g por n, que es hacerse preguntas. Y cómo nos gusta acercar las manos al calor de la hoguera de los mitos, las certezas y las mentiras. Chéjov es ese momento de vivir y hacer preguntas sin caer en la tentación de cerrar la herida con lo primero que te venga a la cabeza. !Joder, toda la puta vida, por entero, es una zona de incertidumbre!, y tenemos que adaptar la vista e irnos acostumbrando. Es necesario, es crucial para vivir crear espacios de silencio, márgenes de maniobra fuera de las consignas, los juicios, los dogmas.


          Y esto es tan cierto cuando lo aplicamos a nuestras vidas, como a la acción política o a las artes y las ciencias. Para mirar más allá es necesario asomarse a un balcón con barandillas no muy seguras, sin tener muy claro qué es lo que uno va a encontrarse. Chéjov más que contar, parece que escucha. Ha desarrollado la facultad de escuchar cómo transcurre la vida por sus personajes. Esa escucha, esa paciencia, esa capacidad para esperar lo inesperado, para ver el giro imprevisible del curso de su vida, casi nunca sublime, es Chéjov.

lunes, 18 de julio de 2011

¿Por qué leer a Chéjov cuando nadie te apunta con un arma? 2

Cuentos para niños cuando dejan de serlo
     
        Cuando era joven (más joven) leía siguiendo un orden, una retícula cronológica y geográfica, haciéndome una cultureta, como el que atesora unos ahorrillos de prestigio, pero descubriendo, de paso, lo refrescante que puede llegar a resultar un Aristófanes, un Molière, Cervantes, Defoe, Twain, Brecht, ... ("Yo he visto cosas que vosotros no creeríais: Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser...") y también lo apestoso de lecturas de moda como Lezama Lima, Benet, o Sábato de bajón. Pero era tan buen chico, tan previsible, que me los leía de un trago, con prefacio y notas a pie de página hasta los posos !Valiente gilipollez!


           Los libros hay que empezarlos todos, pero si, como pasa a menudo, a medio camino, se ponen pelmazos, y quieren seguir dándole vueltas a por qué les dejó la novia o se les hace de noche mientras describen un amanecer,  pues nada, la vida es muy corta y algunos libros demasiado largos. Dejas el contestador y que languidezcan en el limbo de las peticiones de amistad de tu Facebook.


          Para eso el cura y el barbero de El Quijote tenían una hoguera, y Umbral una piscina. Pero eran unos antiguos. Ahora los metes en el Spam a patalear y, mientras, como que miras para otra parte.
Dostoievski



          Rondaría uno los 20 años cuando alguien me pasó por primera vez una recopilación de cuentos de Chéjov, y como Dostoievski me gustaba porque era intenso y torturado y también era ruso, pensé que éste sería, más-menos, primo hermano suyo, pero resultó que me encontré, de bruces a boca, con un señor, con mucho prestigio erudito detrás, sí, pero cuyas historias se sucedían sin pena ni gloria en una anodina tibieza, en una cadena de anticlímax que mis ardientes hormonas no podían sufrir por más tiempo. No hay que añadir que me bebí hasta el último sorbo de este aguachirle rancio con la etiqueta bien visible de aceite de hígado de bacalao.


Dulces mentiras
          ¿Y por qué ahora me impresiona tanto? Precisamente por lo mismo. Chéjov no ha cambiado pero yo sí. Mi juventud fue apologética, doctrinaria, incendiaria, necesitaba tener muy claro las ideas sobre el mundo, aferrarme a cualquier certidumbre o convencimiento. Un intento de confusa fuga de la confusión misma. Es decir, fue estúpida y necesaria. A ratos fue brillante, pero, por lo común, con cierto brillo malsano. Vamos, como casi todas.


          Hay un niño sentado en el suelo, ensimismado y absorto con sus piezas de construcción de todos los colores desparramadas por el suelo. Está montando un castillo, un avión, un barco pirata. Aplica su previsión y su paciencia para recrear sus sueños. Todas las piezas encajan milimetricamente unas con otras, quedan firmes y ancladas, se levantan muros y se engranan mecanismos. De pronto todo cobra forma. Ha acabado. Ya está montado. Surge el milagro. Todo encaja.


          Pero te has hecho mayor, y bien mirado, nada funciona en realidad. O nada resultó como preveías. O hay la vida te regala cierta felicidad, pero no la que esperabas.


          Chéjov simplemente cuenta historias. Cero doctrina. Cero convencimientos. Cero certezas. Sin heroísmo, sin épica, sin trascendencia, sin estridencias, sin senderos previsibles, sin supuestos implícitos que hagan valer su fuerza sobre las narración o los personajes. Supone un salto en la conciencia hacia la madurez vital, y la requiere de sus lectores. Va barriendo todas las grandes palabras para echarlas en el cubo de la basura.


          Cualquiera de sus personajes parte con un bagaje filosófico, moral, emocional, con ciertas perspectivas vitales, objetivos, previsiones, propósitos. Todo eso se va diluyendo ("como lágrimas en la lluvia") hasta quedar en nada, o en otros desenlaces imprevistos, o abiertos, sin épica. Chéjov es experiencia en estado quimicamente puro, si algo así existe.


          Las preocupaciones que recorren subterráneamente la acción, también van transmutando hasta dejarlas en manos del lector. Por ejemplo (aunque ocurre en todas) en "Relato de un desconocido", un personaje narrador entra al servicio de un alto funcionario para averiguar secretos que desacrediten y destruyan al padre de éste, su enemigo político. Parece que se plantea una intriga política que podría poner sobre el tapete ciertas preocupaciones sociales o enfrentamientos políticos. Nada de eso, la acción parece centrarse en la visión crítica que tiene de su amo, cínico sin virtudes, y de las relaciones entre servicio y señores. Tampoco va por ahí, pronto aparece una mujer que deja a su marido por su patrón. ¿Sigue acaso la línea del adulterio, el amor, la libertad sobre la conveniencia social? Nada de eso. El falso criado se encandila de la dama despechada por su nuevo "marido", que la desprecia y la evita. ¿Se habla acaso del desamor o el desgarro? Sí, pero no dura demasiado, porque en su escapada, el curso de la historia parece centrarse en la situación misma de la mujer, dependiente de los hombres, luego en el suicidio, en la responsabilidad de los hijos.... Y todo sin responder de verdad a ninguna pregunta.


          ¿De qué va este relato? ¿De qué materia está cuajada la vida de sus personajes? Al final Chéjov suelta el último capotazo, la narración simplemente termina y uno se queda preguntándose ¿de qué va la vida? ¿Alguien lo sabe?

domingo, 17 de julio de 2011

¿Por qué leer a Chéjov cuando nadie te apunta con un arma? 1

"...y el marido la creía y no la creía"
La dama del Perrito .  Chéjov

Prólogo de un prólogo


          Sí, yo también he sido siempre de los que piensan que leer un folleto de instrucciones antes de proceder al montaje de un tresillo, o leer los tres volúmenes que explican el sencillo funcionamiento de tu calculadora de 7 centímetros o, mejor, los anales de Roma en pergamino que cuelgan desproporcionadamente e ilustran las propiedades y el correcto uso del tanga, resultan sumamente humillantes para nuestra ibérica e intuitiva forma de ser y socava los principios de una patria, que es todo corazón y nada de lo demás.


          Antes prefiero cultivar una escoliosis arrellanado en un sofá expresionista, una calculadora respondona que siempre puedo estrellar contra la pared, o acudir al urólogo con el tanga limpio, pero del revés, con el hilo atravesándome limpiamente por mitad del escroto. Para listillo, un servidor.


          Espero que consideréis esta entrada como el Movierecord del autor, una invitación a la lectura de Chéjov, más que como un prólogo fastidioso, añadido al de tener que pagar por el libro, un arma químico-bacteriológica, o un delito de amenazas tipificado en el código penal.


          El que haya picado y haya cometido este error de apreciación puede continuar leyendo.


          Uno de los míos, un error de enfoque, de los más comunes como bloguero principiante, consiste en considerar que a mis lectores les pueden resultar más interesantes los galimatías de mi pensamiento, que lo que de verdad le ocurre a mi vida. Los borradores pálidos, fragmentarios, esquemáticos y reductores del mundo, los palimsestos ilegibles de mis ideas, esas lucubraciones obcecadas, manchadas con el pecado original del prejuicio y sembradas de simplificaciones, a las que consagro mis noches.


          Y esto es un descubrimiento muy de Chéjov.


          Me parezco un poco a ese amigo que no te deja en paz hasta que no subes a su casa, ver su colección de maquetas cubiertas de polvo, que se ha pasado media vida armando con paciencia obsesiva de miniaturista, encerrado en una buhardilla. A ver cómo le miras directamente a esos ojos, un poco irritados por el pegamento y el insomnio, y le dices que para pasar la tarde tontamente estaría mejor el Museo de la Marina que tiene aire acondicionado, conserje y selecto ambigú.


          En general, todos tus pacientes y fieles amigos están esperando a que tropieces y sueltes algún improperio, un pedo o que ocurra algo fuera de tono que anime un poco la lección magistral.


           Se siente. No voy a rectificar a estas alturas porque, ni soy sabio ni creo en la rectitud. Más bien me parece que cuando las cosas se tuercen, hay que dejar que se tuerzan del todo. Que es cuando se ponen más interesantes.


          Chéjov es una de esas cosas. No pienso nada sobre Chéjov. Chéjov me ha ocurrido, me ha pasado por encima. Uno va intentado encontrar un estilo, un criterio, un timón, zonas de estabilidad mental, emocional, material, ¡yo qué sé!, y de repente Chéjov.


                                ¿Por qué leer a un tío con pinta de apolillado, ruso (y por tanto sospechoso de aburrimiento en primer grado), mas bien muerto, y que no sería trending topic ni bajándose los calzones de cuello vuelto?


          Intentaré ser breve (rumores, algunas risas)