martes, 28 de septiembre de 2010

Triángulo desamoroso

    


1) Los seres humanos nacen, crecen, se reproducen, y matan.






     2) La única fe verdadera, genuina y auténtica, es el miedo. 




















Redacción de periódico carpetovetónico
Esto es virtud pero debería  ser ilegal           .


El resto no pasan de ser variantes y encurtidos.


     3) El miedo en la mente funciona como entropía (desorden mental), y en la sociedad como licaentropía (homo homíni lupus), de este modo regresamos al punto 1 como si nada.
     




El problema parece centrarse en que nos reproducimos sin licencia. Dios es marca registrada, y por la imagen y semejanza (Gen. 1:26-27), hay que pagar el canon.




Esto es pecado pero, por ahora, no ilegal

Huelga

Huelga decirlo, yo voy. 29-S.

domingo, 26 de septiembre de 2010

¿Habemus Papam?!Hábeas Corpus!

Vivo en un país sin una ley de divorcio aplicable. Mi boda fue convenida por mis padres desde mi nacimiento. Las autoridades la bendijeron. Hubo varias ceremonias a lo largo de los años, de reafirmación y compromiso de los votos, a las que asistía con el irreflexivo alborozo que otorga el ser protagonista de las mismas. Hasta que, con el paso de los años, y a la par que fui cobrando conciencia de mi vida y tomando posesión de mis facultades mentales y volitivas, el ambiente se fue poco a poco enrareciendo. Al principio hubo sólo cariñosas admoniciones a recobrar la cordura y la inocencia, después vinieron las regañinas, desplantes y asambleas familiares con un único punto del día: hacerme entrar en razón. Más tarde las descalificaciones, humillaciones públicas y por último los castigos.


Por suerte, las leyes de mi patria, que presume de adalid de la libertad, me permiten dejar a mi marido y vivir fuera del ámbito de su influencia, pero sólo a cambio de permanecer en el más absoluto ostracismo y de guardar silencio. Pedir el divorcio es, en teoría, posible, pero el calvario al que se somete al solicitante es tal, que tiene que borrar el registro de sus pasos desde el nacimiento, uno a uno, y es el marido el que los otorga (o no) en tiempo y modo, y no hay tribunal que lo ampare, ni ley que lo contemple.


Evidentemente, en esta situación, no hay convenio regulador, la custodia la ostenta el marido, soy yo (sí yo) la que pasa la asignación al marido, mantiene a los hijos y tengo que ser la perfecta anfitriona, poner la comida, servir el té y recoger los platos, cuando al buen hombre se le ocurre pasarse por casa, porque tampoco hay régimen de visitas.


Si a esto se añade un pasado de malos tratos y abusos sexuales a menores, todo se vuelve endiabladamente inexplicable. Como podéis imaginar, vez de recibirle con unas pastas de té, me gustaría hacerlo con una orden de alejamiento, exigirle que me devuelva mis asignaciones y hacer que pague los retrasos y las indemnizaciones legalmente establecidas. Solo que es un hombre muy poderoso y no parece que haya ley que lo alcance.


No sé si me entienden, pero me casé con la Iglesia Católica y mi país es España.


Me bautizaron, hice la comunión, la confirmación y me casé bajo su manto. Ya sé lo que estáis pensando, que para entonces ya era mayorcito. Pero ¿acaso no puede uno cambiar de opinión? Y además, ¿no debería ser el casarse por la Iglesia una prueba lo bastante clara de padecer un trastorno mental transitorio por parte del contrayente, suficiente para la declaración de nulidad de dicho enlace?


Da lo mismo. Al no existir una ley que ampare la apostasía el solicitante ha de visitar uno por uno los registros desde su nacimiento hasta el tribunal de Rota (que ¿qué se me habrá perdido a mí allí?), en una penitente procesión por ventanillas y despachos parroquiales, para la que me imagino ataviado de Nazareno y con un cirio de medio metro, y en las que, junto con las demoras, recibiré admoniciones y amenazas de acabar por ese camino en el infierno (que existe o no, según, a temporadas, o a conveniencia).


Hay algo curioso que no quiero dejar pasar y es el hecho de que cuando uno empieza a desandar el pasado, una de las reacciones más comunes es achacar al solicitante sentimientos de revancha, ganas de levantar heridas, y remover el pasado, y que lo hace movido por el motor del resentimiento. No se puede enterrar al abuelo dignamente sin ser una persona poseída por el odio, ni iniciar las consultas para los trámites para borrarte del club, sin que te invistan con una medallita, pin o galón que ponga : "Mi pecho está henchido de rencor", y haya que presentarse con esa facha en las subsiguientes ventanillas.


Esta multinacional del alma te posee y se comporta, en esto, como una secta destructiva, o una compañía de telecomunicaciones, y resulta, de hecho, imposible borrarse (su dinero se llevan, claro)


Y como no hay una ley del divorcio, ni individual (ley para la Apostasía) ni colectiva (un estado laico sería una buena idea), están las cosas como están, que el Papa no sólo no pasa la asignación, sino que somos nosotros los que se la pasamos (Concordato), mientras aguantamos los insultos desde los minaretes de la Cope y así. Y en esta separación sin papeles, con delitos probados de pederastia y malos tratos ni siquiera hay un régimen de visitas, y viene cuando le da la gana porque todavía ostenta la custodia exclusiva, eterna y sagrada sobre nosotros. Nosotros que le pagamos los viajes y los vicios, y fregamos los platos cuando se va, prometiendo ser buenos.


No quiero que venga un señor a regañarnos.
¿Habemus Papam?!Hábeas corpus!


Solicito providencias tan justas como el establecimiento de medidas provisionales, asignación, régimen de visitas y pérdida de custodia.


Cuando por fin aterrice el Santo Padre, en vez de recibirlo su Majestad con la orquesta (a cargo del anfitrión), deberíamos hacerlo con el cobrador del frac, un portero de discoteca, o simplemente con el oficial del juzgado que le presente la orden de alejamiento, eso sí, después de probarle el dispositivo-pulsera tobillera antimaltrato para comprobar cómo combina con sus zapatos de Armani.


Que venga no me da la gana,
blanco y en sotana
(ha salido, no paloma, sino rana,
la fumata de San Pedro por la ventana).



¿De qué hablarán Su Santidad y Su Majestad? ¿De Sus Cosas? !Cuánto Misterio (glorioso)!!Cuánta Mayúscula!


!Cuántas preguntas sin responder! ¿Sería tan mala idea, deportar a Su Santidad, junto con el colegio cardenalicio y la conferencia episcopal, al estilo Sarkosy? ¿A dónde? ¿Por qué deportar gitanos rumanos y no arzobispos católicos, que, después de todo, han sido cómplices, encubridores y, a veces, ejecutores de delitos abominables? Y así todo. Pero otro día.


PD. Voy a abrir una consulta con la frase "no entiendo la vida sin..." Por ahora, ahí va la mía: No entiendo la vida sin analgésicos. Espero aportaciones.

jueves, 16 de septiembre de 2010

No le gusta leer

Trágico sin dejar de ser dramático.

A mi hijo no le gusta leer.

Evita lo negro como si fuera lava. Su aversión al texto se amplía luego a la ilustración, incluso a todo aquello que esté encuadernado y en páginas. Hoy la diversión es imagen, movimiento, interacción y el texto no llega ni al estatus de aliño, que como la ensalada, puede uno apartar sin cargo de conciencia, para hincarle el diente directamente al entrecot, que es a lo que uno ha venido. Una página entonces, resulta un esfuerzo agotador, diez extenuante, un libro entero algo inimaginable.

No se da cuenta de que, al evitar el discurso, la explicación, el desarrollo de una historia, incurre en la fragmentación, el flash, y el texto se convierte en chascarrillo, el humor en chiste. Una imagen no siempre puede estirarse hasta los confines de mil palabras. La cita debe ser un cebo para el lector en potencia, nunca un acto en sí. El lector de citas suele resultar un lector fallido, a medio cocer.

No tengo tiempo para leer.

Todos aquellos complementos que la azuzan la agitación presurosa de nuestras actividades cotidianas, como el reloj, el calendario, la agenda, que hoy además se presentan como deslumbrantes productos tecnológicos, no siempre consiguen que vivamos mejor o más intensamente, sino que, al contrario, nos hacen sobrevolar por encima de las situaciones y encararlas muy superficialmente. Con el agravante de que esas agendas incorporan actividades encomendadas generalmente por otros, los jefes, los padres, los líderes. A ver qué actividades tengo programadas para hoy (hay una pasiva oculta en esta frase- soy programado- que me eriza la piel). En realidad ¿quién programa a quién?, ¿quién dirige a quién?. Siniestramente podríamos pensar que a una agenda le han regalado un hombre que la lleve a cabo. Y la vida no es sólo currículum.

Hay que aprender que aprovechar el tiempo no consiste en ser devorado por él, y que para hacerlo, a veces, hay que perderlo, y que hay que incluir "no hacer nada" como tarea común y frecuente. Deberíamos aprender a darnos tiempo para tenerlo, y a darlo a los demás y a darlo a un libro. Lleva tiempo aprender cualquier materia o realizar cualquier actividad.

Navegar por internet se ha convertido en un ejercicio postmodernista consistente en picotear imágenes, frases, breves vídeos. Navegar, surfear, (hay una novela por ahí llamada "Egosurfing") deslizarse por una superficie brillante y pletórica de diversidad, de diversión, de deslumbramientos, como se refleja la luz del sol sobre las olas.

No hay nada malo en ello. También tenemos que divertirnos. Soy partidario de evitar la gravedad (incluso la terrestre). Pero como única actividad de la mente me planteo si mi vida es tan irrespirable o mi mente tan vacía como para tener que, según la segunda significación de divertir del diccionario de la R.A.E., "apartar, alejar, desviar" mis pensamientos de mí mismo y mis intereses, de lo que soy y de lo que quiero. O si tomamos la acepción militar, cuarta de dicho diccionario, y además en sentido reflexivo "Dirigir la atención del enemigo a otra o a otras partes, para dividir y debilitar sus fuerzas", convertirme en mi enemigo y entregar el campo a, por ejemplo, las campañas viscerales de opinión de nuestra rampante liderátrix de la ultraderecha madrileña. Que habría que saber con qué víscera piensa (según Isabel San Sebastián, "con un par").

Entretenerse está bien, pero en exceso, cuando uno recorre los significados de la palabra "divertirse" como si fueran los círculos infernales de Dante, resulta que puede uno acabar destruyéndoSE. Insisto en la reflexiva.

Un militante del vicio como axioma, como yo, un polidrogodependiente politoxicómano compulsivo no debería asustarse mucho por ello, ya que sólo es cuestión de tiempo que todo se destruya. Solo que me da por sospechar que lo que yo no piense otro lo va a hacer por mí. Y como dice el subtítulo del blog prefiero dudar (qué jodido el logos), que tragármelas dobladas (aunque sobre esto hay opiniones- que hay mucho vicio en el mitos, y no es una indirecta a la Iglesia Católica, no hace falta ser tan intertextuales).

Leer es un ejercicio anticuado que requiere y adiestra las antiguas virtudes (de vir -lat- fuerzas) de la lentitud, la paciencia y la concentración, y que amalgaman la mente, la amasan, la hornean morosa y amorosamente para proporcionarnos una comprensión más profunda, unificada y más delicada de lo que somos o podemos llegar a ser.

!Ah! Mi chico. Ahora no lo entiende, ni me hago la ilusión de que en un futuro lo haga. Le pongo "leer", obligatorio en su agenda para que se joda. Para que aprenda quién manda. Y para que cuando ya tampoco me obedezca, que me mande a la sentina del olvido, o sea, a la mierda, entre muy sesudos y floridos razonamientos. Esa daga, engastada por las gemas más deslumbrantes, será el mas tierno presente para mi pecho.

PD Leer no sé, pero escribir produce jaqueca y lumbago. Dos aspirinas, por favor. Mooc. Que sean tres.

martes, 14 de septiembre de 2010

La tortuga se escapó

"Ahora pasa que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, como es natural"
Julio Cortázar


El tiburón acechaba a sus presas agazapado bajo la arena. No asomaba sobre la suave superficie ni la más mínima señal de su enorme corpulencia. Ni la punta de ninguna de sus afiladas aletas caudales, o dorsales. Un palmo por encima, una jirafa y un leopardo paseaban distraídos, charlando de sus asuntos familiares. Ni se les pasaba por la cabeza que una hilera de dientes sobre unas mandíbulas abiertas pudiera estarles aguardando. Jorge se hacía la idea de que, puesto que tenían el mismo color de pelaje, jirafa y leopardo debían de ser hermanos. El manso leopardo cabizbajo y la altiva jirafa. Muy distintos en forma y tamaño, como Juanjo y él mismo, pero hermanos en la misma redecilla de plástico, donde habían sido envasados.

De pronto, tras los diminutos pasos de los hermanos, surgió  el tiburón con un salto acrobático, dado a cámara lenta, entre una tormenta de arena, y se abalanzó sobre ellos.  Sus dientes se aferraron sin piedad al lomo de la jirafa.

Ésta se agitaba de forma convulsiva para zafarse de las fauces del tiburón que atenazaba sus mandíbulas sobre su víctima mientras emitía feroces gruñidos. La pantera apenas podía abrir la boca más que para morder la punta de la cola. Se lo impedía el plástico, demasiado duro, del que estaba fabricada, aunque, en eso echara el resto. De modo que el gigantesco escualo con las mandíbulas fieramente abiertas y sangrantes de pintura roja y que, además, duplicaba en peso y tamaño a las dos pequeñas criaturas, estaba ganando ya la partida, cuando de repente con una salvaje sacudida de la jirafa, ésta consiguió zafarse del gigantesco animal, y un certero golpe al contraataque, conectado con sus dos pequeños cuernos romos en el vientre de la bestia, la lanzaron, vencida completamente, a cierta distancia junto a unas pequeñas retamas, al tiempo que los dos hermanos, jirafa y leopardo, saboreaban y celebraban su victoria entre grandes voces, los brazos en alto y con gran remolino de arena.
- !Mamá, mira! !Mamá mira! !Jorge está zumbado, mama!- voceó Juanjo a su madre que, lejos de ambos, compartía corro junto a sus tías.
- Ya- Su madre se mantenía absorta y acalorada por el sol y por la conversación en la que siempre había de salir, se tratara de lo que se tratara, con su caso.- Pues a mí, lo mismito...- proseguía.

Jorge de cuatro años recién cumplidos, pequeño y dorado, ojos de amanecer. Su hermano Juanjo, de ocho años, larguirucho, cabello negro, ojos profundos y oscuros. Habían llegado al apartamento muy entrada la noche, o eso le parecía a Jorge, y apenas recordaba nada, sino que habían madrugado para desembarcar, muy de mañana, en la playa de dunas salvajes, casi sin bañistas a esas horas tan tempranas. El viaje en aquel verano del 68, había sido de tres calurosos días con dos paradas para dormir desde Madrid al Delta del Ebro. El primer tramo lo realizó, en un tren sofocante, sólo la familia, su padre Juan José, su madre, Berta, muy cargados de maletas, y ellos dos. El convoy recorría lentamente extensas lejanías y hacía paradas muy prolongadas hasta la ruinosa casa en el pueblo de los abuelos, que fueron a buscarlos a la estación ya caída la noche. Allí les esperaban tía Yoli, tía Julita, la mayor, y su novio Coque, para proseguir el viaje a la mañana siguiente, durante dos jornadas más, parada nocturna y fonda de carretera de por medio, en la furgoneta nueva de éste, que era el que había tenido la idea de ir todos juntos.

Esta segunda parte del trayecto constituía para Jorge una larga jornada atravesada en estado de duermevela y desmayo, sufriendo el calor reconcentrado bajo la chapa estriada del vehículo , apenas aliviado por las ventanillas abiertas y ensordecedoras, que hacían inaudibles, entrecortadas y llenas de malentendidos las conversaciones mantenidas a voces. Solamente le sobresaltaban, de cuando en cuando, los insultos y juramentos que Coque lanzaba a otros coches. Coque manchaba su camisa por las axilas con un sudor abundante del que se mostraba masculinamente orgulloso, como de las mangas echadas hasta casi los hombros de las que surgían fuertes brazos morenos y cubiertos de un espeso vello negro. No se abotonaba los tres primeros botones, y mostraba varias cadenas finas colgadas de su cuello con medallas a modo de sonajero, lo que parecía hipnotizar a las tías, pero, por contra, intimidaba a Jorge. Había mucho Coque debajo, y la camisa no lo iba a contener. Jorge Sabía ya cómo imitar su gesto de desprecio a los camiones ruidosos y agonizantes que adelantaba.


Sus tías le habían regalado a Jorge una bolsita con animales de la selva y a Juanjo, que ya era mayor, una caja metálica de acuarelas acompañada de un cuaderno de dibujos para colorear.

Esa mañana, al llegar a la playa, vio por primera vez el mar. Aquello compensaba, sobradamente, todas las penalidades del trayecto. Era como salir de pronto de una larga convalecencia y ver el sol recién nacido. Sacó sus animales relucientes y las dunas se le representaron como el escenario perfecto para las aventuras de sus figuras de animales.

Jorge fue a recoger su tiburón, que, junto con la pantera y la jirafa eran los tres únicos animales que le quedaban del saquito de seis que le habían regalado. Los animales jugaban al escondite en las dunas y luego no volvían a aparecer. Echaba de menos al león, porque era grande y magnífico, aunque no les dio tiempo a conocerse bien. Pero no a la gacela y a la cebra, que bien se echaba de ver que estaban de figurantes en la selva y habían sido fabricadas con rebabas y desgana.

El tiburón había caído a la sombra de un matorral, y cuando Jorge se agachó y alargó el brazo para recogerlo pudo ver la cabeza y el brillo de los ojos de la culebra. Anteriormente su madre le había prevenido con mucho manoteo y teatralidad, ahuecando la voz, sobre lo asquerosas y peligrosas que podían llegar a ser las serpientes ocultas entre las piedras y malezas. No sabía expresarlo como no fuera mostrándolo como una experiencia tremebunda cercana a la muerte.

- Que no te vea yo meter la mano- advirtió con la suya en alto.

Solo que esta serpiente no tenía pinta en absoluto de ser peligrosa ni asquerosa. De hecho, daba la impresión más bien de estar muy fatigada, ser muy vieja y de estar llorando. Resollaba fuertemente con la boca completamente abierta para aliviarse del calor y la vejez, y hacía una extraña pareja frente a frente con el tiburón al que miraba fijamente, también con las fauces exageradamente abiertas, convertida su fiereza de plástico en deslumbrado asombro. También el tiburón parecía más atónito que amenazante.

Aquella serpiente era muy extraña. Lloraba lágrimas manchadas de arena y abría y cerraba los ojos cansadamente. Cuando los de Jorge se acostumbraron a la sombra vio que vivía dentro de una gran cúpula y que a los lados surgían fuertes patas. Era verde y de la forma y el tamaño aproximado de un melón.

Retiró el tiburón y quiso enjugar, limpiar las lágrimas arenosas de los ojos de aquella penosa y extraña culebra. El animal no escondió la cabeza, ni se defendió. Se dejó hacer, pero Jorge se dio cuenta de que sus manos estaban enguantadas, como un suave musgo, de la misma arena, imposible de eliminar con simples palmoteos. Había que acercase a la orilla y lavarse cuidadosamente con las olas. El agua fue sorprendentemente fresca y amable, e impregnada con ella, y con la pequeña cantidad que cabía entre sus manitas quiso volver a mitigar la postración de su nuevo amigo.

Cuando regresaba, su hermano ya curioseaba bajo el matorral.

- !Mamá! !He encontrado una tortuga!.

Y la sacó a rastras de su escondrijo, agarrándola por sus patas delanteras.

- ¿Me la puedo quedar?- Gritó Juanjo.

-Sí . Dijo su madre abonada a los monosílabos, y sin saber muy bien lo que otorgaba.
Jorge corrió echando a perder el agua que llevaba en sus manos ahuecadas.

-Yo la vi primero - Abogó sin convencimiento.
-Es mi tortuga. La he cogido yo y mamá me ha dejado tenerla.
-Pero yo la he visto antes y es mi amiga- Abundó Jorge inútilmente.
-Es mía- Le restregó arrastrando la "i". Tenía cuatro años más, la fuerza suficiente y, ante las protestas, gritos o llantos desesperados de Jorge, ya imaginaba cómo acallaría mamá su disputa. Una madre sobrepasada por una agarrada entre sus hijos que echaba por tierra su reputación ante sus hermanas solteras. Lo mejor que podría pasar es que ambos se quedaran sin tortuga. A Jorge no le quedaba otro remedio que aceptar el hecho de que el título de propiedad de la tortuga lo ostentara públicamente su hermano si quería seguir cerca de ella.

- Es tuya, pero es amiga mía.

De todas formas, Juanjo sentó a su hermano en la arena de un empujón y se alejó con ella bajo del brazo. La dejó caer junto a su cubo y su pala y empezó a cubrirla con flanes de arena. El animal parecía resignado, demasiado cansado para protestar, pero aquello encendió a Jorge sin remedio y acudió al rescate sin pensar. Y empezó a forcejear con su hermano ciegamente, un poco a la desesperada.

- Mamá, este idiota me está pegando y no me deja en paz- gritó Juanjo que mantenía a su hermano cómodamente a distancia, con el simple gesto de alargar su brazo.
- !Jorge!, !Déjale en paz!- Pero Jorge, manoteando, no oía -!Ahora mismo! - Solo veía los ojos de la tortuga llenos de arena otra vez. Jorge era un leopardo ayudando a una jirafa a zafarse de un tiburón- !Jorge! !Ahora vas a ver!.

Su madre avanzó hacia ellos a largas zancadas levantando la arena con las chanclas. El primer bofetón lo cogió por sorpresa. Sólo recuerda que lo agitó y lo gritó durante un instante eterno. Y luego su propio llanto y la risa de su hermano, y las lágrimas de la tortuga.
-!Este niño! !Me saca de mis casillas! !No puede estar una distraída ni un momento! -Y se alejó hincando los pies y resoplando hacia el grupo ante el que se lamentaba del comportamiento de sus hijos, cuyas disputan la acaloraban aún más. Eso no les pasaba a sus hermanas, que estaban tan frescas.

Al rato, cuando las lágrimas dieron paso a los mocos, tía Julia se le acercó, lo cogió en brazos y lo besó.
-¿No ves que no os tenéis que pelear por una tortuga?¿Dónde están los animales que te regalamos ayer, Jorge? - Y Jorge, privado del habla, miraba las dunas entre hipidos y escepticismo. También iba a echar de menos a la valiente jirafa.
- Este niño lo pierde todo. Es tonto. No puede tener una tortuga. Se le escaparía.- Apuntó certeramente Juanjo, al que no se le escapaba una.
- Bueno, dejadlo ya. Que buena se las preparáis a vuestra madre.


* * *

La tortuga se quedó con la familia durante las vacaciones. Acompañaba los juegos de los niños en la playa, y por la tarde deambulaba por el apartamento desordenado, subiendo por encima de los zapatos y bultos de ropa sucia, y rasgando las bolsas de basura en busca de comida o quién sabe, y haciendo tropezar a las tías y maldecir a los hombres.
Juan José padre (que daba la impresión de haber venido de vacaciones con la única intención de aplaudir, corear y jalear las ocurrencias de tío Coque, el que apenas podía contenerse en los límites de su camisa) competía con éste en zaherir al animal con insultos que iban creciendo en grosor y volumen, y más tarde en inventar maneras ingeniosas de ejercer la crueldad, desde untarlo con mermelada, utilizarlo de diana en juegos de puntería con bolitas de papel, garbanzos u otros proyectiles o torearlo con una servilleta y rematar la suerte suprema (que por suerte no se consumaba) con un tenedor. Pero la palma se la llevó el gol-pase, que consistía en deslizarlo en una mezcla de empujón-patada por la superficie del piso, usándolo como balón para realizar entre sí pases casi futbolísticos por debajo de la mesa del comedor, mientras ambos comentaban radiofónicamente toda aquella vicisitud digna de mención, por ejemplo, el regateo a tía Julita que pasaba por allí y que alzaba, entre risas, la bandeja de las croquetas a punto de echarse a perder. En cierto momento en que el exceso ascendió a algo parecido al delirio general, Coque amenazó, con el animal entre las manos y sacando sus brazos al exterior de la terraza, con tirarlo por ella para ver cuánto podría resistir su caparazón, entre la bulliciosa admiración falsamente aterrada de las mujeres, que se llevaban las manos a la cara.

-!Hay que ver, qué hombre este!

El animal de duro caparazón y mirada escéptica, era ajeno al interés científico que suscitaba, y cuando lograba que se olvidaran de él se dirigía lentamente y con determinación inexorable hacia Jorge. Su derrota se orientaba como una brújula hacia donde el niño se encontrara, y de madrugada, aunque lo guardaran en una caja de gaseosas boca abajo, conseguía abrirse paso, levantar su celda, abrir la puerta de la habitación donde dormían los niños y amanecer bajo la cama del pequeño.

A los tres días Jorge se dio cuenta, de repente, de algo muy importante. En la casa de Madrid, el fragor familiar diurno se forjaba a golpe de rugidos que estallaban, de cuando en cuando, en alaridos. Sus padres prolongaban el clamor hasta bien entrada la noche. Jorge los oía aterrado desde su cama sin poder dormir. Se amenazaban, se oía el caer de objetos, golpes, aullidos desgarradores, el llanto y la rabia de su madre. Intuía que toda cólera buscaba inexorablemente su víctima, y se sentía como el queso que hay al final de un laberinto por el que circularan miles de ratas. Muchas noches no podía conciliar el sueño hasta mucho rato después, ni sabía con claridad si todo aquello lo había soñado o vivido.

En el apartamento, sus padres parecían ajenos entre sí, satisfechos y alborozados con las tumultuosas conversaciones y risas estrepitosas. Las tías eran chillonas y divertidas, y Coque las jaleaba con su humor bronco. Éste había conseguido un single de Chuck Berry y cantaba a viva voz el estribillo: "Yoli be good", para tortura-regocijo de la aludida. Para rematar LPs de Raphael sonaban a voz en grito por el altavoz del maletín del tocadiscos. Todos coincidían en que era el mejor cantante del universo. Y hasta el último confín del mismo debían oírse sus gorgoritos.

Pero Jorge descubrió en los ojos resignados de la tortuga y en la ciega determinación de seguirle adonde quiera que fuese, que ella no participaba del bullicio, y que su mundo de verdad era amable y silencioso. !Qué atronador era su silencio! !Cuánto le confortaba!. Se dio cuenta de que su caparazón (que llevaba arañado, garrapateado, intuía Jorge, el nombre de Juanjo) generaba una campana mágica e invisible de silencio y complicidad, que resultaba inexpugnable. Nunca había conocido nada igual. Era capaz de oír sus pasos aproximándose quedamente bajo la mesa del comedor hasta situarse bajo su silla, por debajo del ruido de la vajilla y la cubertería y de la jarana de la comida y la cena.
Sí, Trueno (así la bautizó Coque en un alarde de hilaridad) vivía por debajo y en un mundo completamente silencioso.

Después de la cena, Jorge se recostó en el sofá, y se quedó dormido viendo cómo su tía Yoli barría asombrosos montones de mosquitos, aniquilados horas antes por el insecticida, y cuya abundancia era debida a la marisma cercana. Lo que en el pantano amasaba densas nubes irrespirables, ahora yacía en forma de una gran duna negra por el piso.

Aquella misma noche soñó por primera vez con Trueno. Ambos eran prácticamente del mismo tamaño y caminaban bajo la luna a lo largo de la orilla del mar. La arena de las dunas estaba constituida por una infinidad de osamentas de mosquitos que el viento había acumulado durante décadas. La tortuga no quería comer mosquitos envenenados y echaba de menos las profundidades submarinas, donde no hacía calor, ni había ruido, ni siquiera gravedad. Allí no era una pesada y lenta criatura y podía volar como un albatros por océanos infinitos, tenía amigos y había comida en abundancia. Jorge no era capaz de imaginar a Trueno surcando el cielo.

A lo largo de varias noches Trueno le contó los secretos del mar, las corrientes, los bosques submarinos, los peces luminosos de la profundidades, las danzas de los cangrejos, los escondrijos de las morenas, las temibles mantas, y los increíbles colores transparentes de las medusas. Trueno hablaba despacio e interminablemente mientras Jorge sentía la brisa nocturna en la cara y pinchazos en la planta de sus pies de niño y el crujir de la alfombra de insectos. A veces Jorge le pasaba la mano por la cicatriz que había dejado el nombre de su hermano pero Trueno no parecía darse cuenta. A Jorge le resultaba sumamente extraño que un nombre, una marca de propiedad pudiera ser también una herida, y también que la arena fuera, en realidad, un enorme y tenebroso cementerio. Entonces se arrimaba más a su compañero, que le hablaba dulcemente ajeno a sus temores.

Pero una noche Trueno no pudo hablar más. Dejó caer una lágrima y luego le informó de que definitivamente tendría que marcharse. Sólo lo dijo una vez y luego permaneció en silencio. Jorge empezó a gritar que no se marchara, que lo necesitaba, que, por favor, no se marchara. La tortuga solamente le contestó que, probablemente, volverían a verse de nuevo, aunque nunca volvería a ser igual, mientras le empezaba a cegar la luz de la luna.
- !No me dejes, por favor! !No me dejes!- Surgió de su garganta. Y entonces despertó aturdido, de pié, en medio de la cocina a medio iluminar por la luz de la nevera abierta y delante de un Coque sentado en una banqueta con las piernas abiertas, en calzones y camiseta de hombrillos, con un botellín en la mano. Jorge tenía las manos tendidas y los pies helados por la piedra del terrazo.
- !Pues claro que no te voy a dejar, niñato! Si me ve tu madre darte un botellín me mata. Acabas de destetarte y ya vienes a darle al morapio. !Jo, cómo vienen los críos ahora! !Hala, a la cama!. Que la nevera es para los mayores.
Jorge corrió a su cuarto, y comprobó con alivio que Trueno seguía bajo el somier de muelles. Todavía dormía.



* * *

Por la mañana Jorge anduvo distraído. Después de desayunar, y mientras los mayores preparaban las bolsas de playa, abrió el cuadernillo de acuarelas de Juanjo, y le encantaron los dibujos llenos de tonalidades y matices que había conseguido su hermano. No se salía nunca. A él todos los dibujos se le hacían borrones, pensó con desazón. No conseguía una figura proporcionada ni meter los colores en su contorno.

En la playa ya se atrevió a meterse en el mar. Pero Trueno, ese día, permaneció junto a las toallas. No le seguía por la arena. Volvió sobre sus pasos y comenzó a buscar todos los animales enterrados en la arena días antes, enfadado consigo mismo por haberlos perdido. Por salirse pintando. Por ser tan pequeño. Por querer beber cerveza. Por tener tanto miedo. Y escarbaba con desesperación hasta que su hermano le gritó.

-¿Dónde está mi tortuga?

No estaba acostumbrado a ocuparse de ella, porque de todos modos le seguía. Pero es verdad que hoy no.
No contestó porque se quedó nuevamente sin voz, ante el abismo que se abría ante él. Trueno había desaparecido.

Juanjo fue a contárselo a su madre sin contener su irritación por tener un hermano tan desesperante.
- Pero ¿se puede saber qué estabas haciendo? - Le recriminó su madre a gritos, harta de gritos- ¿No sabes cuidar de la tortuga? Hace un momento estaba aquí, y ¿no puedo darme la vuelta sin que desaparezca?¿Tu eres tonto o qué te pasa?- Continuó gritando ella, como un enjambre de mosquitos del pantano, mientras Jorge ya no la escuchaba.

Su madre y su hermano le gritaban. Había fallado de nuevo. Era su culpa. Trueno ya no estaba.


* * *
Esa noche volvió a soñar con Trueno, pero de una forma distinta. Quería ser él, tener su caparazón para ser duro por fuera, y defender el inmenso silencio que atesoraba, y no estar indefenso, y caminar con lentitud y determinación, y poder navegar, volar por el mar, con todas esas criaturas maravillosas. Y, de pronto estaba en la playa, con la luna iluminando con brillos negros y metálicos el inmenso camposanto de insectos que formaban las dunas y que se clavaban en las blandas plantas de sus pies.
Se atrevió a acercarse al agua, y una alfombra de blanda arena saludó su decisión. Las olas, obsequiosas y sonrientes se alegraron de acogerlo y él sintió el frescor y la promesa del mar.

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EFE- Fuentes de la Comandancia de la Guardia Civil de San Carlos de la Rápita informaron de que a primeras horas de la mañana fue hallado en unas rocas cercanas a la playa de la localidad el cadáver de un niño de cuatro años de edad de nombre JFM. Sus padres, veraneantes en la zona, según declaraciones en dicha comandancia, dieron cuenta de su inexplicable desaparición del apartamento próximo a la misma en cuanto supieron de ella, personándose inmediatamente una patrulla para su búsqueda por los alrededores, hallando pronta y triste respuesta a sus averiguaciones.
El suceso tiene consternada a la pequeña población. Las autoridades, que proseguirán la investigación, insisten en extremar la vigilancia de los menores para que, como cada verano, estos hechos no se ....