lunes, 1 de agosto de 2011

La carretera o la nostalgia del nómada

          No conozco un escritor que merezca ese nombre que no tenga más partes de vagabundo que de oficinista. Mendigan unas palabras, hurgan entre los contenedores en busca de tesoros perdidos, de una historia, de una conversación, de su memoria, de la de otros, atentos siempre al brillo de una solitaria moneda tan extraviada como ellos mismos, bajo la montaña de basura de todo aquello que comúnmente callamos. Con esos fragmentos, con esas trizas, con esos deshechos, en el más absoluto silencio recomponen el trazado de los caminos que el resto olvidó del todo, o quiso dejar atrás.


          Escriben caminando y sólo se sientan al borde del camino para corregir y juntar los trozos. Pero saben que eso durará poco, saben que, como el primer día en que fueron conscientes de que eran extraños y no tan civilizados, pronto despertará la nostalgia del nómada, sacarán su bloc de notas y se echarán a los caminos a ser golpeados de nuevo por el embate del mundo. Unos piernas, vaya.


          Toda historia, toda novela es un viaje o nada, desde La Odisea, pasando por El Quijote, Robinson Crusoe, o la que nos ocupa, "La Carretera" de Cormac McCarthy que tiene visos de pasar por autobiográfica. La autobiografía de un novelista.


          McCarthy nos tiene tan acostumbrados a obras maestras como "Todos los hermosos caballos", o la mejor de todas, la más genial, descarnada, salvaje y desmedida "Meridiano de Sangre", que uno no espera que se saque de la manga una artimaña tan manida, facilona y artera como poner a un niño a sufrir la inclemencias de un apocalipsis.


          Las historias con niño aseguran un porcentaje alto de lectores adictos a una comunión emocional directa, a un embeleco con tendencia a pasar por alto las encrucijadas del adulto. Heidi, El niño del pijama de rayas, o historias como ET y todas las que campan bajo el efecto Spielberg, pueden conmover hasta la última molécula del estrógeno que todos llevamos dentro, pueden emocionarnos candorosamente porque un niño no deja de ser la parte más sensible y huérfana del alma humana, y nos colman de unos sentimientos que, como alimentos del espíritu, del pneuma, debemos encuadrarlos en el capítulo de golosinas productoras de gases y flatulencias.


          Se te pasa por la cabeza que, aparte de tener rendida de antemano a la crítica mundial, en un acceso de Dr. Maligno de Austin Powers, quiere hacerse con todo el abanico de público al completo y rentabilizar su estatus áulico con un éxito de ventas planetario, Pulitzer, y Hollywood a sus pies.























          Advertía Alfred Hitchcock que nunca se debería trabajar con animales, con niños ni con Charles Laughton porque te roban la escena y, claro está, corres el alto riesgo de echar a perder lo que venías a contar. Pocas novelas han escapado a esta certera maldición, quizá Oliver Twist o Huckleberry Finn, obras maestras sin sombra ni parangón. Pero si a este Scila, le sumamos además el Caribdis que supone la narración de un apocalipsis, el peligro de naufragio no lo cubre seguro alguno.


          Un apocalipsis no deja de ser otra cosa que la narración de una venganza contra la humanidad, escrita a partir de la impotencia, la materialización simbólica de una advertencia moral, una admonición, que acaba convirtiéndose en una amenaza y una maldición eterna. El mundo moral se convierte en una variante razonada de una revancha, la corteza fría y visible que guarda en su seno un corazón caliente cuajado de resentimiento. Todo muy Nietzsche. En su versión teológica, al parecer el amor de dios, en un principio, consistió en crear un mundo con el único propósito de amenizar su aburrida eternidad reprimiendo la eclosión de su ira, no queda muy claro si arrepintiéndose o cumpliendo su primera intención de desencadenar una aniquilación total.


          Y hay pocas cosas, aparte de un niño, que puedan malograr tan fácilmente un relato como la moralidad.


          Y mi desmedida sorpresa es que logra conjurar ambos peligros y cuajar una ficción desmesurada y brutal, sujetando firmemente los cabos de una contención estilística y formal, a la altura de un maestro, de una contención sentimental y moral, describiendo desnudo al hombre en mitad de las cenizas, más que al fuego que lo abrasó.


          Sobre todo el relato sobrevuela el sol ceniciento y frío de un Zarathustra ("Dios no existe y nosotros somos sus profetas"), una inerme desolación épica, salvaje, ese desierto, esa frontera sin vuelta atrás, que un hombre atraviesa de parte a parte, sigilosamente con su hijo. Un hombre sin ideas, sin esperanzas, sin salud, sin poder confiar en una humanidad reducida a uno, a sí mismo, un hombre con la solitaria y claudicante convicción de que es posible que ese hijo pueda sobrevivir unas horas más, alargando un final más allá del fin, con momentos de una fugaz, física y simple felicidad de un baño bajo una catarata, el sueño en unas sábanas limpias o una bengala sobre las aguas del mar.


           Cómo me gusta esa franja de silencio entre padre e hijo, cuando el padre trata de infundir cierta confianza y el hijo trata de creerla, o trata de que padre crea que él mismo la cree, aunque ambos saben que portan dos balas y que llegado el momento "hay que apuntar en el paladar, bien alto".


          Como todo gran escritor, nos deja completamente desnudos ante nuestra condición más básica, ante las pulsiones más elementales, y finalmente, ante nosotros mismos a modo de espejo simbólico. Y nos escribe el relato de aquello que queda cuando ya no queda nada entre las muerte y nosotros. Apenas el amor o algo que lo fue.