domingo, 31 de octubre de 2010

Jacob se muda

     Con toda la extensión de su brazo, lanzó el paquete arrugado y vacío al rescoldo de la chimenea desde el otro extremo del salón. Éste resultaba demasiado espacioso y desangelado para su gusto y sus necesidades de hombre solo. Bombillas de filamento, marcadas por el polvo y por gotas de pintura, pendían de paredes y techo, por lo demás desnudos. A excepción de un sillón de orejas granate, única herencia del anterior propietario, que rezumaba estopa amarilla, y de un conjunto de comedor, mesa y cuatro sillas, tan lacados y nuevos que se apretujaban en su flamante timidez un poco alejados, el único dueño y señor, la única abrumadora presencia en aquel salón con galería superior y bóveda de cañón, era el retumbar del eco. La paredes blancas, con el olor característico de lo recién encalado, usurpaban el pretendido calor de hogar del gres rojo del pavimento. No le había quedado más remedio, por el momento, que dejar su amado equipo de música sobre las losetas irregulares del suelo. La restauración de la cuadra del sepulturero parecía sugerirle que todo estaba en un orden demasiado perfecto para recibirlo, con la frialdad de una bienvenida exageradamente formal, sonrisas forzadas que anunciaran una subrepticia hostilidad. Se acomodó nuevamente en el sillón junto al cerco de madera barnizada de la ventana, e imaginó a un labriego de piel oscura y agrietada, que, ataviado con un frac, esperara ansioso que cayera la noche para desabotonarse el rígido botón del cuello almidonado.


     El paquete se quedó a medio camino. Ni siquiera rozó el frente. Iba a dejar de fumar pero ya, definitivamente. Era la tercera vez que se lo decía hoy, y la tercera es la verdadera. Un domingo a esas horas ya no encontraría tabaco excepto en el bar del pueblo. Aquella taberna no disponía de su marca y la que ofrecía era a precio de traficante y pegaba al paladar un sabor acerado próximo a la arcada. No le gustaba el tabernero ni su mugrienta barra ni toda su pringosa clientela, vamos que no pensaba bajar y decir hola y someterse al escrutinio riguroso de su misantropía. Ni se decidía tampoco a tomar el coche y salir del pueblo, paralizado, sin saberlo, por la falta de costumbre de sentirse observado de forma taimada.


     Cuando aplastó la colilla en la tierra cuarteada de la maceta del tallo reseco, que había arrastrado desde el exterior para que le sirviera de cenicero, empezó a considerar la posibilidad de que el paquete, impulsivamente aplastado por su mano, apresuradamente arrastrada por fugaces frustraciones, pudiera contener un cigarrillo más. Se lo podía imaginar tontamente echado a perder, víctima de su irreflexión, y, sin embargo, con un poquito de suerte, todavía recuperable. En su cabeza se desencadenaba la sirena de la nicotina, y un equipo de urgencia se disponía a partir. Antes eligió una música que lo tranquilizara. Kamakiriad (*). Donald Fagen. Perfectamente deslabazado y pasado de moda. Cuando salió el disco, diez o quince años atrás, ya lo estaba. Aquel fondo de saxofón, que llevaba el ritmo a escupitajos, era probablemente lo único con auténtica textura allí.




     De todas formas, se convencía, debería recoger el paquete del suelo y echarlo al fuego como rito expiatorio que expresara su determinación de represar los pensamientos que le trotaban por la mente a punto de galope. Sin saber cómo, se encontró arrodillado junto a la inerte bola de cartón y plástico y sus manos se afanaron en abrir, con la delicadeza con la que se abrirían los pétalos a una flor o los dedos de un bebé, la arrugada superficie del paquete.


     !Joder! !Vacío! La imaginación le jugaba malas pasadas y tendría que bajar a la taberna a exhibirse frente a la parroquia. La primera vez que transpuso su umbral, la tarde anterior, y avanzó entre la disimulada curiosidad de la asistencia, recibió su primer revés. Pidió, después de un café, tabaco, y no disponían de su marca. Allí nadie fumaba de eso, añadió Fermu, al otro lado de la barra. En el local se podía mascar el silencio como el tabaco. Las comisuras arrugadas de los lugareños, que no sus ojos, fijos en el mármol irisado de los veladores, daban indicio, con su mínimo y sincronizado alzamiento, de una sorna colectiva que amalgamaba el grupo y que le había etiquetado, de entrada, como un extraño.


     Por supuesto, no quiso dar la impresión de haberse dado cuenta, y se presentó. Había comprado y reformado la casa junto al cementerio y había decidido pasar aquí, en Huerta de los Monjes, una temporada, añadió con una sonrisa que no supo ser franca.


-Antes se huía del pueblo por necesidad, y ahora tocaba salir escopetado de las grandes ciudades a saber por qué- Sentenció Fermu, que además de posadero parecía tener mimbres de filósofo. A Jacob le pareció que la grosería sobrevoló las mesas con la liviandad con que se habla del tiempo o de la cosecha, pero que de igual modo echaba por tierra su supuesta superioridad urbanita, la desenvoltura de sus movimientos y hasta la hechura de su terno.


     Pero la cosa no quedó así, y mientras el posadero se ponía de puntillas para alcanzarle el paquete, y lo plantaba encima de la barra como el que canta las diez de monte, le anunció el precio. Un precio escandaloso, de estafa, de turista. Aceptarlo rozaba lo humillante. La sorpresa lo dejó mudo mientras echaba la mano al bolsillo. Y entonces Fermu aprovechó para rematar.


-Cuando se empieza a huir, acaba uno rebotando como la bola de un pinball.-Y señaló la máquina desvencijada al fondo del local con el pulgar. No dejando muy claro si se refería a la circulación natural de la población o directamente al recién llegado.


-Sólo que eso a usted no le importa- contestó, subrayando las tes, pero con apenas un hilo de voz, sin conseguir contrarrestar el aplastante y certero diagnóstico de aquel hombre rechoncho. Salió del bar teatralmente enhiesto, levantando el antebrazo en un gesto a medias de despedida y de desprecio. Su sombra, proyectada por la luz de la tarde, le siguió demorada, arrastrándose entre cáscaras y servilletas arrugadas.


     Estaba acostumbrado al aborrecimiento franco y sin ambages que le infligía su mujer, o ex mujer ya, o no. O la cosa que fuere en el trámite de mandarse mutuamente, y de las peores formas, a freír espárragos. Quizá no esperara una bienvenida, pero esa rústica sutileza lo desarmó.


     Con este recuerdo en mente, periódico en mano, aplastó una mosca que rebotaba contra el cristal de la ventana al ritmo de los regulares golpes de saxofón del disco. Un momento después cayó en la cuenta de que una mosca en un cristal o una bola de acero en un pinball podía rebotar, mecida por el ritmo, pero acabaría sin remedio, era cuestión de tiempo, succionada por el sumidero debido a la inclinación de la plataforma del aparato. La tenacidad de la mosca se resolvía en agitación, su energía en un simulacro, no había verdadero movimiento, traslado, cambio.


     Se sentía prisionero de un oscuro temor que se negaba a llamar cobardía y si afrontaba los peligros del juicio ajeno, dando una impresión inestable de coraje ante sí mismo, lo hacía empujado por su propia debilidad. Llámese tabaco. Cualquier clase de tabaco.


     No había desembalado todavía las maletas. Un poco por pereza, y un poco por la sorda negativa a seguir cualquier conducta que su in, ex o cosa, pudiera considerar adecuada. Ataviado con aquel terno, demasiado formal, en que se había empeñado en presentarse, tendría que volver a aparecer ante sus nuevos vecinos.


     Después de los aguaceros de media tarde, se había enfangado el camino hasta la única calle asfaltada e iluminada por los pocos faroles, precaria defensa contra la oscuridad, de aquella pequeña población. Acercar su coche de ciudad hasta la puerta del bar y arriesgarse a quedar atravesado o, mucho peor, arrumbado a la vereda, le podía dejar en la situación desairada de dejar al descubierto su torpeza y de verse obligado a pedir ayuda a los que gustosamente se la prestarían sin dejar pasar la ocasión de la chanza.


     Aquel goteo de circunstancias y prevenciones se estaba volviendo endemoniadamente contra él, pensó al verse a sí mismo saliendo de casa enfundado en su terno de gala, muerto de frío, amenazado de lluvia y teniendo que afrontar aquella densa oscuridad sin luna, con un cielo cerrado por las nubes, y por aquel sendero donde ya resultaba complicado mantenerse en pie, como para esquivar las irregularidades y charcos de una pendiente convertida en un lodazal. Con todo, el vaho de su respiración, y el dolor del aire en sus pulmones, le insuflaban el ánimo suficiente para el cumplimiento de una promesa, que le empezaba a parecer, por lo inasequible, una profecía.


     Cuando, por fin, recaló en el recinto iluminado, el barro le cubría completamente el calzado y le llegaba a la altura de las rodillas, distribuyéndose en salpicaduras hasta casi medio cuerpo y mangas. Pocos le hicieron caso, arracimados y más atentos al televisor, que había sido aupado al altar mayor de aquella parroquia, y que desde su atalaya emitía, a media voz, los detalles de una nueva y apasionante jornada liguera. Fermu, acodado sobre la bisagra de la barra, junto al aparato, parecía no haberse dado cuenta de su llegada.


- !Buenas noches, hombres de las tabernas!- se anunció con una gran sonrisa en la cara.
-!Buenas!- respondió Fermu, desprevenido.
Un hombre sentado de espaldas se dio la vuelta y apuntandole pareció querer decir algo, justo en el momento en que Fermu le hizo un gesto con la palma de la mano para que le dejara hablar a él.
-Esta tarde ha venido una mujer buscándolo- El coro asentía y enseñaba los dientes- Por cómo hablaba de usted, no nos pareció lo más adecuado darle su dirección. Se fue a Llaneras, donde dan camas, para pasar la noche.- Entonces aparecieron las encías más allá de las caries.
-Pero hombre de Dios,¿cómo viene usted así? Siéntese y tome algo caliente por favor- Dijo el Plauto, alto y enjtuo, al verle envarado y mudo por la sorpresa, acercándole una silla.- !Fermu, un autoarranque!.


     Jacob se dejó sentar como un niño el primer día de escuela. Y le plantaron delante un vaso de caña hasta el borde, de algo que parecía, olía y no era otra cosa que aguardiente blanco. Se dejó quemar las entrañas y sólo pidió a cambio un cigarrillo para acabar de carbonizar sus vías respiratorias. Sus tuberías abrasadas armonizaban admirablemente con sus pensamientos.


     Todos respetaron su silencio y siguieron a lo suyo, que era nada. Jacob no volvió en sí hasta más que mediado el vaso turbio que contenía aquel líquido cristalino, y lo hizo poco a poco. Al principio le llegó la monótona descripción de las hazañas hiperbólicas de los futbolistas narradas con entusiasmo profesional. Más adelante le pareció que aquellos lugareños soñaban, vivían arremolinados alrededor del tenue calor del heroísmo macho que desprendía el relato del televisor, como si viniera de un lugar muy lejano, de un pasado muy distante. Por último, cayó en la cuenta de que aquél era un refugio contra el frío, contra la noche, contra el barro, contra el tiempo. Un refugio sin mujeres, una cobardía sarnosa, zafia y grosera. Y descubrió que aquel era su sitio. El sitio donde decidir no afrontar a su in, ex o cosa, el lugar en que despertar por fin de la pesadilla de su matrimonio. Pidió un paquete. A Fermu, casualmente, le acababa de llegar su marca preferida.


     Cuando, acabada la velada, lo acompañaron a casa, toda aquella procesión de borrachos, que resbalaban, caían y se alzaban de nuevo entre risas bravuconas, pendiente arriba, se consideraban ya poco menos que la comunidad del anillo. Entraron y encontraron admirable la ausencia de decoración y palmearon rudamente en la espalda a su dueño. Lo subieron por la escalera con los brazos colgando, y lo acostaron en la cama completamente bebido y con el estómago vuelto del revés, aunque aún tuvo la suficiente lucidez para apreciar, en el brillo de sus ojos, que ya lo consideraban uno de los suyos. Empezó a soñar que era Blancanieves y que sus nuevos amigos despeñaban a la bruja por un acantilado.


     Los siete enanitos contemplaron con la gran satisfacción propia de una venganza que les estaba vedada, y durante largo rato todavía, a Jacob con el resplandor del olvido pintado en la cara como si fuera una suerte de felicidad y envuelto con el traje apelmazado de barro entre las sábanas inmaculadas.




(*)Kamakiri es mantis religiosa en japonés y el nombre de un coche de alta tecnología en el disco.

1 comentario:

  1. Dios mío! Has sido poseído por el espíritu de Bukowski para que reescribas El guión de Doctor Mateo!
    Me encanta, como todo lo que escribes. Da gusto.

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