viernes, 26 de noviembre de 2010

Viajes espaciales en un lugar sin espacio I

"Aquella estrella gigantesca...era testigo de la insignificancia de nuestras acciones, de la indiferencia del vacío, del espacio, con la cual nadie se reconciliará jamás."
Stanislaw Lem. Retorno de las estrellas


     Nadie me ha enseñado a vivir, y, para mí, se ha convertido en un acto inútil de desesperación absoluta. Sólo soy, como se dice comúnmente, un hombre empeñado en no morirse. Confieso que he sobrevivido. Sobre haber vivido, no puedo decir tanto. Tengo el amargo convencimiento de que el ser humano está dotado de la capacidad de superar los hábitats más adversos y las condiciones más hostiles. Lo que no sé es si eso sirve de algo. Sobreviví a mi país, a mi barrio, a mi casa. A mi familia.  No me mató pero tampoco me hizo más fuerte. Quizá, eso sí, más triste.
     Con el tiempo he desarrollado una estrategia que me permite minimizar estragos. Por un lado una anestesia contra el dolor, que se resuelve en una amnesia, en un olvido de las personas que lo causaron, y por otro, en mantener vivo el recuerdo de lo que me permitió seguir adelante. Y ahí voy.

La Telefunken

     Por aquel entonces, el televisor ocupaba, en el salón-comedor de apenas diez o doce metros cuadrados, el lugar sagrado del que había sido desplazada la radio de madera con sus botones nacarados y su rejilla de tela por la que se difundía habitualmente una enardecida y monocorde voz nasal. Por contra, la Telefunken, aunque poseía toda la prestancia y el reposo que se le suponía a la nobleza del mobiliario más vetusto, se le añadía el prestigio alemán del ojo tecnológico y oscuro. Para los niños resultaba tan hipnótica como una bola de cristal, incluso en su estado habitual de reposo.
     Su quietud, su silencio, su indiferencia, su oscuridad, su abismal inhumanidad me ponían en el disparadero de sentir, ante él, la misma grandiosa congoja que pudo sentir Gagarin, la primera vez que un hombre saltaba al espacio. Asomarse, por un ángulo, a la superficie curvada del cristal oscuro, te devolvía la imagen deformada de tu rostro, como la que se podría ver si estuviera embutido en una escafandra, flotando en las tinieblas, rodeado del más majestuoso de los silencios. Sólo podía escuchar mi respiración que empañaba, a ritmo regular, la superficie brillante y frágil que me separaba de la nada absoluta, de la muerte instantánea.
     La tele tardaba casi un minuto eterno en encenderse. Nadando en el gris primigenio de la pantalla, empezaban a aparecer destellos, brillos intermitentes, fogonazos, hasta que surgía un punto situado en el mismo centro, muy brillante, como el núcleo de una galaxia, que se estiraba, por fin, en una línea horizontal, ampliando la perspectiva. Esta línea se abría, posteriormente en abanico hacia los extremos inferior y superior de la pantalla. Sólo entonces empezaban a surgir las imágenes.
     Asistir al encendido constituía una ceremonia a la que no estaba dispuesto a renunciar, y me disgustaba que nadie pulsara el botón sin antes avisarme. Solo que a nadie le importaba. Cuando se acercaba la hora de la merienda en que comenzaba la emisión, me poseía la impaciencia y anticipaba una genuina excitación. Simplemente pensaba que la imagen venía flotando por el espacio y arrastraba consigo todo ese polvo de estrellas, cometas, meteoritos y asteroides. Sentía, una y otra vez, la misma emoción que si lanzaran un cohete desde Cabo Cañaveral a la Luna, a Marte o a Júpiter. Eran años de carrera espacial, de asombro e impaciencia. La expectativas de alcanzar nuevas fronteras eran superadas, vertiginosamente y de continuo, por los logros.
     En aquel televisor de válvulas, y durante el minuto que duraba el encendido asistía con verdadero éxtasis al viaje entre nebulosas, al nacimiento de cuásares, y al azar de las corrientes gravitatorias. Luego la emisión no resultaba tan interesante, excepto cuando abundaban con un episodio o película sobre el espacio exterior. Por entonces me gustaba llamarlo el expacio.
     En mis sueños me acunaba el pensamiento de ser como un embrión flotante, orbitando sobre la tierra. Volar, flotar, tal vez soñar.

PD. Mañana la segunda.

2 comentarios:

  1. Estoy teletransportado en el tiempo y el espacio. En mi casa también hubo una Telefunken, y yo era un chaval rarito que soñaba con viajes espaciales y máquinas que inventarían treinta años después. Esa tele era como un primer vestigio de alta tecnología que ya podías tocar con las manos. Así que un día que me dejaron solo en casa decidí desmontarla para ver cómo era por dentro. Fué el primer chute. Desde entonces no he podido evitar hacer lo mismo con cada máquina que he tenido. De aquel episodio aprendí mucho. Y cuando mis padres volvieron aprendí aún más.
    Ya se que te lo he dicho muchas veces, pero da gusto leerte.
    Creo que esta serie me va a encantar.

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  2. Yo no recuerdo una Telefunken en mi casa, pero leyendo esto me hubiera gustado poder asistir a ese encendido tan espectante.
    Mi primer recuerdo de la televisión, viene de la mano del famoso "Vamos a la cama que hay que descansar, para que mañana podamos madrugar ....", con el que me iba a dormir más contento que unas castañuelas. A mi, al contrario que Mr. Valdenebro, nunca se me ocurrió desmontar nada, sino bailar sin parar la cancioncilla, no me lo pasaba yo bien ni nada, vamos, que la cabra tiraba ya por aquel entonces para el monte . . en eso si coincidimos Mr. Valdenebro y yo, en lo de que ya tirabamos para el monte, digo, jeje!!

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