sábado, 27 de noviembre de 2010

Viajes espaciales en un lugar sin espacio II

El espejo del baño

        Otro lugar interesante en mi casa era el baño, un pasillo estrecho, sin salida, alicatado hasta el techo de azulejos de un blanco brillante de hospital y cuyos intersicios habían sido repasados obsesivamente, mano en ristre de un minúsculo pincel, con la línea plastificada del baldosinín. Estaba presidido por un lavabo gigantesco, también blanco, como un altar. Un rincón perfecto para abismarse en los pensamientos, la única puerta de la casa dotada de pestillo, y, lo que era aún más importante, la única habitación con espejo.
        Encima del lavabo había colgado un mueble de metal, ultramoderno para aquellos días, que servía, al tiempo, de contenedor a los utensilios de aseo y de espejo. Un sagrario para aquel templo de silencio. Se dividía en tres cuerpos (Gallia est omnis divisa in partes tres). Uno central, más ancho, y dos laterales más pequeños, cuyas puertas poseían la maravillosa facultad de abrirse hacia el centro.
Mare Tranquilitatis
        Aquella disposición tan extraña de un espejo en un lugar tan estrecho en el que no cabían dos personas, una detrás de la otra, tan terminal que no iba a ningún sitio, y, a la vez tan íntimo, conformó en mi mente el extraño pensamiento de que nadie de mi familia se reflejaba en los espejos. Nunca había visto a ningún miembro de mi familia a través de un espejo. No tenían acceso a este reino, un reino sólo para mí, en realidad, el único reino apaciguado en la tierra, el verdadero mar de la tranquilidad que luego sabría que había dado nombre a cierta región lunar, destino del primer alunizaje humano. Qué bálsamo la soledad de los espejos, de las lunas de los espejos.
        Si abrías los laterales e introducías la cabeza en medio, podías observarte desde perspectivas impensables. Incluso, si cerrabas un poco tras de ti las puertas, podías, cosa increíble, vislumbrarte el cogote, que imaginaba como el fondo de tu propio ojo. Pero lo mejor era sin duda ponerlos enfrente uno de otro. Entonces se descubría una grieta, un belvedere que abría un balcón hacia el infinito. Me podía ver allá en la lejanía pidiendo socorro, e irme a rescatar en mi nave cuántica, atravesando las infinitas dimensiones que parecía formar cada imagen alejándose. Si flotaba o levitaba, no lo sé, no estaba allí para verlo.
        Aquellos cristales eran ligeramente flexibles, y si se hacía la suficiente fuerza en los bordes, se podía ver cómo se curvaba el universo. Cuando mucho después supe que Einstein ya sostenía que la geometría del universo tenía poco que ver con Euclides y que se curvaba, como el horizonte de la tierra, que resultaba que tampoco era tan plano, sentí más ternura que admiración por ese hombre, más nostalgia por el niño que fue que por el sabio que llegó a ser.
        Moviendo los espejos laterales en paralelo, basculaba, allá lejos, la imagen de aquel itinerario infinito, dando la impresión de velocidad próxima a la de la luz. A veces encontraba civilizaciones civilizadísimas que emanaban una aureola luminosa de bondad, y otras veces, siniestros peligros, y seres malignos que conjuraba con mi habilidad en el pilotaje espacial. Expacial.
        Estas aventuras solían terminar con golpes en la puerta, y gritos que reclamaban la inmediata apertura del baño, exigida por necesidades más perentorias o derechos adquiridos de prelación. En ese momento cobraba súbita conciencia de que en mi pecho moraba un corazón de sangre fría, un lagarto enroscado y aterido. Respiraba hondo, más hondo de lo que quisiera, atezaba un poco mi pelo con agua, volvía a su sitio los espejos laterales, que se ajustaban con un cierre de imán que me recordaba al sonido de las compuertas de las naves espaciales, y, con un gesto parecido a la resignación, aterrizaba en la tierra y liberaba por fin el pasador.

1 comentario:

  1. No lo pasabas bien ni nada con el expejo en el expacio . . jaja! . . .
    Para mi el lugar sagrado donde dejar volar mi imaginación era sin duda el salón de mi casa, que por aquel entonces y durante un tiempo, estuvo vacio. Salón al que se accedía tras pasar dos puertas correderas llenas de cristales traslucidos y que siendo tan pequeño se me hacían iguales a las puertas de un castillo, si, lo confieso, siempre he sido más de castillos.
    El eco, la desnudez del salón, y la "recomendación" materna de no entrar, era lo que me atraía, así que aprovechava cualquier ausencia de mis padres, para entrar e imaginarme cualquier cosa, jugar a la pelota (algo prohibidísimo dentro de casa), bailar, asustar a Adolfo bajando la persiana y emitiendo sonidos de monstruo (por aquel entonces era más pequeño que yo)... y mil cosas más que terminaban en el momento que oía los pasos de mi madre subiendo por la escalera, sacando las llaves y abriendo la puerta, segundos en los que yo sigilosamente (habilidad adquirida con tesón), cerraba las puertas correderas y me deslizaba hasta la habitación para poner cara de buenecito al ver a mi madre.

    ResponderEliminar