domingo, 13 de febrero de 2011

Si no fuera por estos momentos...

          El jueves por la tarde entra por la puerta de la oficina un caballero de cierta edad y se dirige directamente a mi mostrador. Solicita disponer de una cuenta que no era la suya, esgrimiendo una autorización con lo que me parece más soltura de la que produce la simple costumbre.
          Atrapo el papel y aunque todo parecía correcto, resulta necesario, en estos casos, aportar además la libreta y el documento de identidad de los interesados, autorizante y autorizado, por lo que se lo hago saber. El hombre tira de manual y me increpa:
          - !Es la primera vez que alguien me exige algo semejante!- Un clásico de hoy, de ayer y de siempre, y prosigue- Siempre lo hago así y usted - otro clásico, pero esta vez con perdigones- es el primero en ponerme pegas - tres salvas de perdigones más, una por cada pe inicial- Hay un chiquito de las mesas que siempre me lo hace- El chiquito en cuestión está a punto de jubilarse.
          - Es posible, pero me temo que no puedo atenderle en este caso, y mi compañero no está en este momento.
          Dudo unos segundos y decido, que en vez de mandarle educadamente a la mierda, le mando a los otros compañeros de las mesas, por si se tratara de un caso especial a causa de algo que yo ignore.
           Contemplo su pequeña romería por las mesas hasta acabar sentado en la de la Subdirectora, justo delante de mí, y oigo que ella le responde:
          - La disposición de dinero mediante autorización resulta, por sí misma, una situación excepcional que solo atendemos con todas las garantías. Hacerlo sin la libreta ni los carnés de los interesados no nos es posible. Por favor, resulta totalmente necesario que nos los aporte para facilitarle el dinero.
          Cuando el cliente sale por la puerta con humos de pocos amigos, yo ya estaba atendiendo a un chico muy joven que venía a cancelar su cuenta.
          - Este señor es el marido de la ciega aquella, que tiene tan malas pulgas, y andan todos los días a palos entre ellos. Si le doy la pasta de la cuenta de su mujer sin tenerlo pero que muy claro, a lo mejor, los palos nos los llevamos nosotros- le dice la subdirectora al compañero que tenía a mi lado.
           - Eso sí que sería, literalmente, dar palos de ciego- le comento al joven que atendía. Nos miramos y echamos a reír como el que echa a galopar. No podemos parar ni para meter baza. Entre suspiro, lágrima y resuello logra intercalar alguna que otra frase.
           - Si no fuera porque me he tenido que abrir la cuenta en otro banco porque me lo exige la cooperativa en la que me he metido, no cancelaba esta. No sé si funcionarán mejor que vosotros pero, desde luego no me voy a reír tanto, ni de lejos.
           - Pues que sepas que si la cancelas te vas a perder lo de la ciega atizando a la piñata. A lo mejor te libras de un palo, pero ver la sucursal convertida en una yincana, eso no tiene precio, -deformación profesional- te lo puedo asegurar.
           No acabamos abrazados muriéndonos de risa floja porque nos separa un mostrador y la distancia cliente-empleado, tan conveniente en otras ocasiones.
           Al final, canceló la cuenta porque para eso había venido y no había remedio.
           Pero si no fuera por estos momentos...

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