viernes, 18 de marzo de 2011

Llegarás a Presidente, chaval.

           Tengo un nuevo compañero de oficina, jovencito, adicto a la casuística salmón, y que gusta de entrar y salir mucho del despacho del director. Se cree, el pobre, que ha entrado en la casa de Gran Hermano, y se muestra muy preocupado por la posibilidad de ascender en la empresa. Yo intento consolarlo, y sosegar su impaciencia al respecto: "Tu tranquilo, llegarás muy alto: eres un gilipollas integral".


           Cuando un niño no sueña con ser astronauta o explorador, sino jefe, padece un severo problema mental.

           Y es que hay que desengañarse de una vez por todas: la archiconocida frase "mi jefe es un idiota" no es puro fruto del azar, ni el choque fortuito de descomunales convergencias cósmicas a la deriva, no tuvo usted tan mala suerte, no resulta una excepción, más bien, y muy al contrario, se trata, desde todos los puntos de vista imaginables, de una constante universal.

           Y lo expreso de la forma más atenuada de que soy capaz, porque estoy convencido del hecho de que se trata verdaderamente de un axioma.

           Cada vez que me presentan un jefe, cada vez que "zarpamos en esta nueva y apasionante singladura" (la del Titanic), sonrío y ofrezco la mano, como es debido, con sumisión proporcionada a la situación y escucho sus palabras entusiastas (las del Titanic: "esto no lo hunde ni dios"), y todo ese galimatías de los retos y de las metas con leves asentimientos repetitivos.

           Sin embargo, por dentro, me hago cruces y me pregunto con qué magnitud de incompetencia tendré que lidiar esta vez (la del Titanic) , y si seré capaz de contener las vías de agua de su ineficacia (las del Titanic), o de adaptar las consignas a algo epistemológicamente cercano a la realidad (el iceberg con que chocó el Titanic), siguiendo el principio según el cual insinuar algo remotamente parecido a la verdad resulta de todo punto inaceptable.

           Refutar este principio más que excepcional tiene visos de rareza extrema.

           Decía Goethe que todo en el mundo es una metáfora, y el hecho de ser jefe no se sustrae a esta verdad. Más que una simple categoría concreta en la organización del trabajo, ser jefe constituye un estatus metafísico. El más cercano al cretinismo que existe.

           Ser jefe consiste en llegar, en el universo laboral, a ese punto geosincrónico o punto de Lagrange, donde las fuerzas gravitatorias se equilibran y para obtener el movimiento ya no hay que saber nada (solo se transmiten las instrucciones), no hay que hacer nada (salvo decir a otros que lo hagan) y no se tiene responsabilidad sobre nada (pues la incumbencia siempre es de los técnicos, de los de arriba o de los de abajo). Ser jefe consiste en llegar a ese punto donde la jurisdicción tiende a cero.

           Y ese estado, ni sólido ni líquido, de jefe, no se trata sino de una etapa intermedia en el largo ascenso del hombre hacia el nirvana de la arrogancia.

           Desde finales de la Segunda Guerra Mundial, parece que el mundo, al menos en las sociedades occidentales, sufrió una alarmante escasez de pobres, un acusado descenso del odio, del miedo, de las necesidades perentorias, debido al auge del estado del bienestar, y a la falsa creencia de que todos tenían derecho a disfrutar alegremente de la riqueza, propiciando de este modo la decadencia social, el ocaso de la civilización y el florecimiento de alternativas culturales, vitales y hasta científicas disolventes. Y estoy hablando de los años '60.

           Las exiguas filas de los muertos de hambre, y la suavidad y ocasionalidad de su rigor, verdadera llave de las intrínsecas virtudes de la sumisión, el servilismo y hasta la abyección necesarias, no permitían fraguar los firmes cimientos de la jerarquía, y, lo que es peor, ponían en peligro la correcta circulación de la riqueza hacia donde nunca debió dejar de fluir, es decir, a las altas esferas. Porque es de todos sabido que la más abundante e inagotable fuente de riqueza es la miseria ajena.

           Entonces llegó el momento de un líder fuerte. Mano dura y mal carácter. Y el mundo se atiborró de líderes fuertes, grandes estadistas, y referentes morales (desde finales de los '70). No hace falta poner nombres.

           Y no sólo del líder fuerte, sino de la eclosión del liderazgo como doctrina social y manual de virtudes individuales.

           Tantos años inculcando los exámenes de conciencia, pecados originales, religiones degradantes, televisiones con basura no reciclable, escuelas basadas en la competencia, el castigo y el insulto, haciéndonos responsables únicos de nuestra ignorancia y pobreza, que nos han convencido de tal manera de lo poco que valemos, que nos llega a parecer superflipante y totalmente esferulante la figura del líder, ese ser que ha sabido auparse por encima de las penurias cotidianas.

           Pues, señores, otro desengaño: ese señor es un miserable. Lógica y etimológicamente, el productor de dicha miseria.

           Como premisa, si logras convencer a alguien de que es idiota, de lo irrelevante que es su trabajo, de lo poco que merece su salario o su descanso o su bienestar, de lo intrascendente e indigno de su vida, y de que, por contra, hay un mundo mejor (al que nunca accederá ni él, ni sus hijos, ni sus nietos....) , para los hombres dotados de sutiles actitudes mentales y espirituales triunfadoras, que sienten en su rostro la brisa del destino y la transcendencia, y acceden, como si tal cosa, a la eterna fiesta de la abundancia, entonces, tienes en tus manos un resorte mucho más eficaz que una tanda de latigazos o unos grilletes. Y además haces caja con la venta de unos libros al tiempo que convences a alguien de que se autoayuda cuando, en realidad, lo telediriges.

           Los manuales sobre cómo potenciar el liderazgo ("liderato" dicen algunos comiéndose un "bocata") responden a este esquema hasta la hilaridad, abundando en el absoluto desprecio a la condición humana común y natural , e intentando fomentar habilidades que podrían calificarse de estúpidas cuando no de psicopáticas, llegando en muchos de ellos a ofrecer sustancias estimulantes, porque debe ser que estamos de los nervios, pero poco estimulados. Todo ello con el único horizonte de adaptarte, de responder a un "perfil" que ya está preestablecido y que otros han decidido por ti.

           Y de no llevar a cabo esta actualización del software con la suficiente docilidad o entusiasmo, está previsto el castigo eterno del fracaso, lugar común de ayer, de hoy y de siempre para los disidentes del pensamiento único, que para algunos es su único pensamiento. Y aquí volvemos al punto 1 donde tu vida era una mierda.

           Y luego tengo que oír eso de que ya no existe la izquierda y la derecha. Será, pero, como dice El Roto, sigue habiendo arriba y abajo. Esa frontera, borrada, de tan pisoteada que está por las acometidas de algunos hacia el centro, está tan clara como siempre: la gente de derechas está, de una forma u otra, comprada, y la gente de izquierdas está vendida.

           Por poner sólo un ejemplo. Ninguno de los que defienden la energía nuclear a ultranza, los que creen que es moderna, científica y responde a las necesidades económicas, va a agarrar las mangueras de Fukushima, ni van a encapsular con sus manos el reactor de Chernobyl. Para eso está la carne de cañón, la carne asada por el uranio, la carne de yugo, la carne de trinchera y de paredón de los Senderos de Gloria.

           Sencillamente, los que recogen los beneficios de la energía nuclear, no son los que pagan las facturas ni las consecuencias. No pagan siquiera la instalación de las centrales, o su desmantelamiento, que corren a cuenta del estado, ni los seguros por las responsabilidades por posibles accidentes, ni el tratamiento durante los miles de años que siguen activos los residuos generados.

           En su propaganda idílica de un futuro ecológico de la mano de la fisión nuclear, fuente de una energía limpia, invisible, segura y renovable como el anuncio de un salvaslip (también limpio, fino, seguro y renovable), se les olvidó preguntar a qué huelen las nubes. Radioactivas, se entiende. Pregunta a la que quizá, a lo peor, pronto puedan responder los tokiotas.

           Kenzaburo Oé, Premio Nobel de Literatura en 1994, ha ofrecido algo parecido a una réplica: luchar toda la vida contra la estupidez y contra la arrogancia.


            "La nuestra es esencialmente una época trágica, así que nos negamos a tomarla por lo trágico. El cataclismo se ha producido, estamos entre las ruinas, comenzamos a construir hábitats diminutos, a tener nuevas esperanzas insignificantes" comenzaba El amante de Lady Chaterley. Años 20. Postguerra mundial. Esperanzas insignificantes.


           El mundo, !esa metáfora!, se desintegra.

Pero tu no te preocupes. Tu llegarás a presidente, chaval.

1 comentario:

  1. Qué jevi eres, Rafa. No puedo estar más de acuerdo con el fondo de la cuestión, pero precisamente por eso de que la gente se autoconvence de que ya no hay derecha ni izquierda creo que hecho de menos esa calaña de líderes de mano dura, a los que generalmente había que odiar, pero que al menos te dejaban bien clarito que había algo contra lo que luchar.
    No es mala la idea de los líderes -en realidad pienso que llevamos esa estructura en los genes de primates gregarios-, lo que pasa es que sobran los que lo parecen y no lo son.

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