martes, 14 de septiembre de 2010

La tortuga se escapó

"Ahora pasa que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, como es natural"
Julio Cortázar


El tiburón acechaba a sus presas agazapado bajo la arena. No asomaba sobre la suave superficie ni la más mínima señal de su enorme corpulencia. Ni la punta de ninguna de sus afiladas aletas caudales, o dorsales. Un palmo por encima, una jirafa y un leopardo paseaban distraídos, charlando de sus asuntos familiares. Ni se les pasaba por la cabeza que una hilera de dientes sobre unas mandíbulas abiertas pudiera estarles aguardando. Jorge se hacía la idea de que, puesto que tenían el mismo color de pelaje, jirafa y leopardo debían de ser hermanos. El manso leopardo cabizbajo y la altiva jirafa. Muy distintos en forma y tamaño, como Juanjo y él mismo, pero hermanos en la misma redecilla de plástico, donde habían sido envasados.

De pronto, tras los diminutos pasos de los hermanos, surgió  el tiburón con un salto acrobático, dado a cámara lenta, entre una tormenta de arena, y se abalanzó sobre ellos.  Sus dientes se aferraron sin piedad al lomo de la jirafa.

Ésta se agitaba de forma convulsiva para zafarse de las fauces del tiburón que atenazaba sus mandíbulas sobre su víctima mientras emitía feroces gruñidos. La pantera apenas podía abrir la boca más que para morder la punta de la cola. Se lo impedía el plástico, demasiado duro, del que estaba fabricada, aunque, en eso echara el resto. De modo que el gigantesco escualo con las mandíbulas fieramente abiertas y sangrantes de pintura roja y que, además, duplicaba en peso y tamaño a las dos pequeñas criaturas, estaba ganando ya la partida, cuando de repente con una salvaje sacudida de la jirafa, ésta consiguió zafarse del gigantesco animal, y un certero golpe al contraataque, conectado con sus dos pequeños cuernos romos en el vientre de la bestia, la lanzaron, vencida completamente, a cierta distancia junto a unas pequeñas retamas, al tiempo que los dos hermanos, jirafa y leopardo, saboreaban y celebraban su victoria entre grandes voces, los brazos en alto y con gran remolino de arena.
- !Mamá, mira! !Mamá mira! !Jorge está zumbado, mama!- voceó Juanjo a su madre que, lejos de ambos, compartía corro junto a sus tías.
- Ya- Su madre se mantenía absorta y acalorada por el sol y por la conversación en la que siempre había de salir, se tratara de lo que se tratara, con su caso.- Pues a mí, lo mismito...- proseguía.

Jorge de cuatro años recién cumplidos, pequeño y dorado, ojos de amanecer. Su hermano Juanjo, de ocho años, larguirucho, cabello negro, ojos profundos y oscuros. Habían llegado al apartamento muy entrada la noche, o eso le parecía a Jorge, y apenas recordaba nada, sino que habían madrugado para desembarcar, muy de mañana, en la playa de dunas salvajes, casi sin bañistas a esas horas tan tempranas. El viaje en aquel verano del 68, había sido de tres calurosos días con dos paradas para dormir desde Madrid al Delta del Ebro. El primer tramo lo realizó, en un tren sofocante, sólo la familia, su padre Juan José, su madre, Berta, muy cargados de maletas, y ellos dos. El convoy recorría lentamente extensas lejanías y hacía paradas muy prolongadas hasta la ruinosa casa en el pueblo de los abuelos, que fueron a buscarlos a la estación ya caída la noche. Allí les esperaban tía Yoli, tía Julita, la mayor, y su novio Coque, para proseguir el viaje a la mañana siguiente, durante dos jornadas más, parada nocturna y fonda de carretera de por medio, en la furgoneta nueva de éste, que era el que había tenido la idea de ir todos juntos.

Esta segunda parte del trayecto constituía para Jorge una larga jornada atravesada en estado de duermevela y desmayo, sufriendo el calor reconcentrado bajo la chapa estriada del vehículo , apenas aliviado por las ventanillas abiertas y ensordecedoras, que hacían inaudibles, entrecortadas y llenas de malentendidos las conversaciones mantenidas a voces. Solamente le sobresaltaban, de cuando en cuando, los insultos y juramentos que Coque lanzaba a otros coches. Coque manchaba su camisa por las axilas con un sudor abundante del que se mostraba masculinamente orgulloso, como de las mangas echadas hasta casi los hombros de las que surgían fuertes brazos morenos y cubiertos de un espeso vello negro. No se abotonaba los tres primeros botones, y mostraba varias cadenas finas colgadas de su cuello con medallas a modo de sonajero, lo que parecía hipnotizar a las tías, pero, por contra, intimidaba a Jorge. Había mucho Coque debajo, y la camisa no lo iba a contener. Jorge Sabía ya cómo imitar su gesto de desprecio a los camiones ruidosos y agonizantes que adelantaba.


Sus tías le habían regalado a Jorge una bolsita con animales de la selva y a Juanjo, que ya era mayor, una caja metálica de acuarelas acompañada de un cuaderno de dibujos para colorear.

Esa mañana, al llegar a la playa, vio por primera vez el mar. Aquello compensaba, sobradamente, todas las penalidades del trayecto. Era como salir de pronto de una larga convalecencia y ver el sol recién nacido. Sacó sus animales relucientes y las dunas se le representaron como el escenario perfecto para las aventuras de sus figuras de animales.

Jorge fue a recoger su tiburón, que, junto con la pantera y la jirafa eran los tres únicos animales que le quedaban del saquito de seis que le habían regalado. Los animales jugaban al escondite en las dunas y luego no volvían a aparecer. Echaba de menos al león, porque era grande y magnífico, aunque no les dio tiempo a conocerse bien. Pero no a la gacela y a la cebra, que bien se echaba de ver que estaban de figurantes en la selva y habían sido fabricadas con rebabas y desgana.

El tiburón había caído a la sombra de un matorral, y cuando Jorge se agachó y alargó el brazo para recogerlo pudo ver la cabeza y el brillo de los ojos de la culebra. Anteriormente su madre le había prevenido con mucho manoteo y teatralidad, ahuecando la voz, sobre lo asquerosas y peligrosas que podían llegar a ser las serpientes ocultas entre las piedras y malezas. No sabía expresarlo como no fuera mostrándolo como una experiencia tremebunda cercana a la muerte.

- Que no te vea yo meter la mano- advirtió con la suya en alto.

Solo que esta serpiente no tenía pinta en absoluto de ser peligrosa ni asquerosa. De hecho, daba la impresión más bien de estar muy fatigada, ser muy vieja y de estar llorando. Resollaba fuertemente con la boca completamente abierta para aliviarse del calor y la vejez, y hacía una extraña pareja frente a frente con el tiburón al que miraba fijamente, también con las fauces exageradamente abiertas, convertida su fiereza de plástico en deslumbrado asombro. También el tiburón parecía más atónito que amenazante.

Aquella serpiente era muy extraña. Lloraba lágrimas manchadas de arena y abría y cerraba los ojos cansadamente. Cuando los de Jorge se acostumbraron a la sombra vio que vivía dentro de una gran cúpula y que a los lados surgían fuertes patas. Era verde y de la forma y el tamaño aproximado de un melón.

Retiró el tiburón y quiso enjugar, limpiar las lágrimas arenosas de los ojos de aquella penosa y extraña culebra. El animal no escondió la cabeza, ni se defendió. Se dejó hacer, pero Jorge se dio cuenta de que sus manos estaban enguantadas, como un suave musgo, de la misma arena, imposible de eliminar con simples palmoteos. Había que acercase a la orilla y lavarse cuidadosamente con las olas. El agua fue sorprendentemente fresca y amable, e impregnada con ella, y con la pequeña cantidad que cabía entre sus manitas quiso volver a mitigar la postración de su nuevo amigo.

Cuando regresaba, su hermano ya curioseaba bajo el matorral.

- !Mamá! !He encontrado una tortuga!.

Y la sacó a rastras de su escondrijo, agarrándola por sus patas delanteras.

- ¿Me la puedo quedar?- Gritó Juanjo.

-Sí . Dijo su madre abonada a los monosílabos, y sin saber muy bien lo que otorgaba.
Jorge corrió echando a perder el agua que llevaba en sus manos ahuecadas.

-Yo la vi primero - Abogó sin convencimiento.
-Es mi tortuga. La he cogido yo y mamá me ha dejado tenerla.
-Pero yo la he visto antes y es mi amiga- Abundó Jorge inútilmente.
-Es mía- Le restregó arrastrando la "i". Tenía cuatro años más, la fuerza suficiente y, ante las protestas, gritos o llantos desesperados de Jorge, ya imaginaba cómo acallaría mamá su disputa. Una madre sobrepasada por una agarrada entre sus hijos que echaba por tierra su reputación ante sus hermanas solteras. Lo mejor que podría pasar es que ambos se quedaran sin tortuga. A Jorge no le quedaba otro remedio que aceptar el hecho de que el título de propiedad de la tortuga lo ostentara públicamente su hermano si quería seguir cerca de ella.

- Es tuya, pero es amiga mía.

De todas formas, Juanjo sentó a su hermano en la arena de un empujón y se alejó con ella bajo del brazo. La dejó caer junto a su cubo y su pala y empezó a cubrirla con flanes de arena. El animal parecía resignado, demasiado cansado para protestar, pero aquello encendió a Jorge sin remedio y acudió al rescate sin pensar. Y empezó a forcejear con su hermano ciegamente, un poco a la desesperada.

- Mamá, este idiota me está pegando y no me deja en paz- gritó Juanjo que mantenía a su hermano cómodamente a distancia, con el simple gesto de alargar su brazo.
- !Jorge!, !Déjale en paz!- Pero Jorge, manoteando, no oía -!Ahora mismo! - Solo veía los ojos de la tortuga llenos de arena otra vez. Jorge era un leopardo ayudando a una jirafa a zafarse de un tiburón- !Jorge! !Ahora vas a ver!.

Su madre avanzó hacia ellos a largas zancadas levantando la arena con las chanclas. El primer bofetón lo cogió por sorpresa. Sólo recuerda que lo agitó y lo gritó durante un instante eterno. Y luego su propio llanto y la risa de su hermano, y las lágrimas de la tortuga.
-!Este niño! !Me saca de mis casillas! !No puede estar una distraída ni un momento! -Y se alejó hincando los pies y resoplando hacia el grupo ante el que se lamentaba del comportamiento de sus hijos, cuyas disputan la acaloraban aún más. Eso no les pasaba a sus hermanas, que estaban tan frescas.

Al rato, cuando las lágrimas dieron paso a los mocos, tía Julia se le acercó, lo cogió en brazos y lo besó.
-¿No ves que no os tenéis que pelear por una tortuga?¿Dónde están los animales que te regalamos ayer, Jorge? - Y Jorge, privado del habla, miraba las dunas entre hipidos y escepticismo. También iba a echar de menos a la valiente jirafa.
- Este niño lo pierde todo. Es tonto. No puede tener una tortuga. Se le escaparía.- Apuntó certeramente Juanjo, al que no se le escapaba una.
- Bueno, dejadlo ya. Que buena se las preparáis a vuestra madre.


* * *

La tortuga se quedó con la familia durante las vacaciones. Acompañaba los juegos de los niños en la playa, y por la tarde deambulaba por el apartamento desordenado, subiendo por encima de los zapatos y bultos de ropa sucia, y rasgando las bolsas de basura en busca de comida o quién sabe, y haciendo tropezar a las tías y maldecir a los hombres.
Juan José padre (que daba la impresión de haber venido de vacaciones con la única intención de aplaudir, corear y jalear las ocurrencias de tío Coque, el que apenas podía contenerse en los límites de su camisa) competía con éste en zaherir al animal con insultos que iban creciendo en grosor y volumen, y más tarde en inventar maneras ingeniosas de ejercer la crueldad, desde untarlo con mermelada, utilizarlo de diana en juegos de puntería con bolitas de papel, garbanzos u otros proyectiles o torearlo con una servilleta y rematar la suerte suprema (que por suerte no se consumaba) con un tenedor. Pero la palma se la llevó el gol-pase, que consistía en deslizarlo en una mezcla de empujón-patada por la superficie del piso, usándolo como balón para realizar entre sí pases casi futbolísticos por debajo de la mesa del comedor, mientras ambos comentaban radiofónicamente toda aquella vicisitud digna de mención, por ejemplo, el regateo a tía Julita que pasaba por allí y que alzaba, entre risas, la bandeja de las croquetas a punto de echarse a perder. En cierto momento en que el exceso ascendió a algo parecido al delirio general, Coque amenazó, con el animal entre las manos y sacando sus brazos al exterior de la terraza, con tirarlo por ella para ver cuánto podría resistir su caparazón, entre la bulliciosa admiración falsamente aterrada de las mujeres, que se llevaban las manos a la cara.

-!Hay que ver, qué hombre este!

El animal de duro caparazón y mirada escéptica, era ajeno al interés científico que suscitaba, y cuando lograba que se olvidaran de él se dirigía lentamente y con determinación inexorable hacia Jorge. Su derrota se orientaba como una brújula hacia donde el niño se encontrara, y de madrugada, aunque lo guardaran en una caja de gaseosas boca abajo, conseguía abrirse paso, levantar su celda, abrir la puerta de la habitación donde dormían los niños y amanecer bajo la cama del pequeño.

A los tres días Jorge se dio cuenta, de repente, de algo muy importante. En la casa de Madrid, el fragor familiar diurno se forjaba a golpe de rugidos que estallaban, de cuando en cuando, en alaridos. Sus padres prolongaban el clamor hasta bien entrada la noche. Jorge los oía aterrado desde su cama sin poder dormir. Se amenazaban, se oía el caer de objetos, golpes, aullidos desgarradores, el llanto y la rabia de su madre. Intuía que toda cólera buscaba inexorablemente su víctima, y se sentía como el queso que hay al final de un laberinto por el que circularan miles de ratas. Muchas noches no podía conciliar el sueño hasta mucho rato después, ni sabía con claridad si todo aquello lo había soñado o vivido.

En el apartamento, sus padres parecían ajenos entre sí, satisfechos y alborozados con las tumultuosas conversaciones y risas estrepitosas. Las tías eran chillonas y divertidas, y Coque las jaleaba con su humor bronco. Éste había conseguido un single de Chuck Berry y cantaba a viva voz el estribillo: "Yoli be good", para tortura-regocijo de la aludida. Para rematar LPs de Raphael sonaban a voz en grito por el altavoz del maletín del tocadiscos. Todos coincidían en que era el mejor cantante del universo. Y hasta el último confín del mismo debían oírse sus gorgoritos.

Pero Jorge descubrió en los ojos resignados de la tortuga y en la ciega determinación de seguirle adonde quiera que fuese, que ella no participaba del bullicio, y que su mundo de verdad era amable y silencioso. !Qué atronador era su silencio! !Cuánto le confortaba!. Se dio cuenta de que su caparazón (que llevaba arañado, garrapateado, intuía Jorge, el nombre de Juanjo) generaba una campana mágica e invisible de silencio y complicidad, que resultaba inexpugnable. Nunca había conocido nada igual. Era capaz de oír sus pasos aproximándose quedamente bajo la mesa del comedor hasta situarse bajo su silla, por debajo del ruido de la vajilla y la cubertería y de la jarana de la comida y la cena.
Sí, Trueno (así la bautizó Coque en un alarde de hilaridad) vivía por debajo y en un mundo completamente silencioso.

Después de la cena, Jorge se recostó en el sofá, y se quedó dormido viendo cómo su tía Yoli barría asombrosos montones de mosquitos, aniquilados horas antes por el insecticida, y cuya abundancia era debida a la marisma cercana. Lo que en el pantano amasaba densas nubes irrespirables, ahora yacía en forma de una gran duna negra por el piso.

Aquella misma noche soñó por primera vez con Trueno. Ambos eran prácticamente del mismo tamaño y caminaban bajo la luna a lo largo de la orilla del mar. La arena de las dunas estaba constituida por una infinidad de osamentas de mosquitos que el viento había acumulado durante décadas. La tortuga no quería comer mosquitos envenenados y echaba de menos las profundidades submarinas, donde no hacía calor, ni había ruido, ni siquiera gravedad. Allí no era una pesada y lenta criatura y podía volar como un albatros por océanos infinitos, tenía amigos y había comida en abundancia. Jorge no era capaz de imaginar a Trueno surcando el cielo.

A lo largo de varias noches Trueno le contó los secretos del mar, las corrientes, los bosques submarinos, los peces luminosos de la profundidades, las danzas de los cangrejos, los escondrijos de las morenas, las temibles mantas, y los increíbles colores transparentes de las medusas. Trueno hablaba despacio e interminablemente mientras Jorge sentía la brisa nocturna en la cara y pinchazos en la planta de sus pies de niño y el crujir de la alfombra de insectos. A veces Jorge le pasaba la mano por la cicatriz que había dejado el nombre de su hermano pero Trueno no parecía darse cuenta. A Jorge le resultaba sumamente extraño que un nombre, una marca de propiedad pudiera ser también una herida, y también que la arena fuera, en realidad, un enorme y tenebroso cementerio. Entonces se arrimaba más a su compañero, que le hablaba dulcemente ajeno a sus temores.

Pero una noche Trueno no pudo hablar más. Dejó caer una lágrima y luego le informó de que definitivamente tendría que marcharse. Sólo lo dijo una vez y luego permaneció en silencio. Jorge empezó a gritar que no se marchara, que lo necesitaba, que, por favor, no se marchara. La tortuga solamente le contestó que, probablemente, volverían a verse de nuevo, aunque nunca volvería a ser igual, mientras le empezaba a cegar la luz de la luna.
- !No me dejes, por favor! !No me dejes!- Surgió de su garganta. Y entonces despertó aturdido, de pié, en medio de la cocina a medio iluminar por la luz de la nevera abierta y delante de un Coque sentado en una banqueta con las piernas abiertas, en calzones y camiseta de hombrillos, con un botellín en la mano. Jorge tenía las manos tendidas y los pies helados por la piedra del terrazo.
- !Pues claro que no te voy a dejar, niñato! Si me ve tu madre darte un botellín me mata. Acabas de destetarte y ya vienes a darle al morapio. !Jo, cómo vienen los críos ahora! !Hala, a la cama!. Que la nevera es para los mayores.
Jorge corrió a su cuarto, y comprobó con alivio que Trueno seguía bajo el somier de muelles. Todavía dormía.



* * *

Por la mañana Jorge anduvo distraído. Después de desayunar, y mientras los mayores preparaban las bolsas de playa, abrió el cuadernillo de acuarelas de Juanjo, y le encantaron los dibujos llenos de tonalidades y matices que había conseguido su hermano. No se salía nunca. A él todos los dibujos se le hacían borrones, pensó con desazón. No conseguía una figura proporcionada ni meter los colores en su contorno.

En la playa ya se atrevió a meterse en el mar. Pero Trueno, ese día, permaneció junto a las toallas. No le seguía por la arena. Volvió sobre sus pasos y comenzó a buscar todos los animales enterrados en la arena días antes, enfadado consigo mismo por haberlos perdido. Por salirse pintando. Por ser tan pequeño. Por querer beber cerveza. Por tener tanto miedo. Y escarbaba con desesperación hasta que su hermano le gritó.

-¿Dónde está mi tortuga?

No estaba acostumbrado a ocuparse de ella, porque de todos modos le seguía. Pero es verdad que hoy no.
No contestó porque se quedó nuevamente sin voz, ante el abismo que se abría ante él. Trueno había desaparecido.

Juanjo fue a contárselo a su madre sin contener su irritación por tener un hermano tan desesperante.
- Pero ¿se puede saber qué estabas haciendo? - Le recriminó su madre a gritos, harta de gritos- ¿No sabes cuidar de la tortuga? Hace un momento estaba aquí, y ¿no puedo darme la vuelta sin que desaparezca?¿Tu eres tonto o qué te pasa?- Continuó gritando ella, como un enjambre de mosquitos del pantano, mientras Jorge ya no la escuchaba.

Su madre y su hermano le gritaban. Había fallado de nuevo. Era su culpa. Trueno ya no estaba.


* * *
Esa noche volvió a soñar con Trueno, pero de una forma distinta. Quería ser él, tener su caparazón para ser duro por fuera, y defender el inmenso silencio que atesoraba, y no estar indefenso, y caminar con lentitud y determinación, y poder navegar, volar por el mar, con todas esas criaturas maravillosas. Y, de pronto estaba en la playa, con la luna iluminando con brillos negros y metálicos el inmenso camposanto de insectos que formaban las dunas y que se clavaban en las blandas plantas de sus pies.
Se atrevió a acercarse al agua, y una alfombra de blanda arena saludó su decisión. Las olas, obsequiosas y sonrientes se alegraron de acogerlo y él sintió el frescor y la promesa del mar.

* * *


EFE- Fuentes de la Comandancia de la Guardia Civil de San Carlos de la Rápita informaron de que a primeras horas de la mañana fue hallado en unas rocas cercanas a la playa de la localidad el cadáver de un niño de cuatro años de edad de nombre JFM. Sus padres, veraneantes en la zona, según declaraciones en dicha comandancia, dieron cuenta de su inexplicable desaparición del apartamento próximo a la misma en cuanto supieron de ella, personándose inmediatamente una patrulla para su búsqueda por los alrededores, hallando pronta y triste respuesta a sus averiguaciones.
El suceso tiene consternada a la pequeña población. Las autoridades, que proseguirán la investigación, insisten en extremar la vigilancia de los menores para que, como cada verano, estos hechos no se ....

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