lunes, 5 de octubre de 2009

Autoritarismo de terciopelo azul o el botellón de Pozuelo

Ayer en CNN asistí atónito a la teoría sobre el nuevo autoritarismo de terciopelo, en boca del Borja Mari de turno, monaguillo venido a más, recién salido del banquillo de la sacristía liberal, con master impronunciable y nuevo libro a la venta. El asunto trataba, si no recuerdo mal, de la degradación de la autoridad y su concepto y de cómo ésta debía sustituirse por una teoría de la ejemplaridad que desglosaba en didácticos tres puntos. Posteriormente avanzaba por ahí una explicación más (más rancia) sobre los acontecimientos del botellón de Pozuelo. Desde hace tres siglos los avances en la libertad individual, aventuraba, han sido imparables y beneficiosos per se , pero los jóvenes descerebrados y superficiales han heredado el discurso libertario vacío (como casco de botella que convertir en cóctel molotov sin destino) de la contraprestación y de la urdimbre de la socialización y de la inserción en el modelo productivo.
Y hasta entonces era lo previsible, pero ahí pegué un bote en el sofá.
Esa era cuestión, la productividad, la cadena de montaje. Ser una máquina. Cuántas veces lo decimos como una alabanza. Fulanito es una máquina. Ya no basta con ser trabajador, agudo y honrado, virtudes pasadas de moda. Hay que ser una máquina. Ser el que más produce y menos piensa. El que más lejos llega sin planteamientos morales, ni obstáculos de conciencia. Cualquier matización, u orientación personal se considera como arena en el mecanismo, como una piedra en el engranaje. Sólo ha de haber una idea fija en la mente, a saber: hacer rico a tu jefe. Ser el que más horas gratis hace, el que más objetivos cumple, el que más se entrega y se pliega más absolutamente al planteamiento estratégico y a la defensa ideológica y moral de su empresa. Se los ha educado desde pequeños a la competitividad (el APA suele ser un circo romano), a las habilidades y conocimientos útiles. Pero nadie parece haberles susurrado: útiles para quién. O para qué. ¿Para ganar pasta? Pero, desde luego, no para pensar, para saber, para ser críticos o para elaborar sus propios fines que pueden no ser los del pensamiento único. Se les tilda de narcisistas, consentidos, mimados, vagos o borrachos. ¿Es que los adultos somos solidarios, entregados, trabajadores y abstemios? ¿Alguien se ha preguntado sobre qué valores vivimos?
Una sociedad que ha llegado a la conclusión de que la excelencia del ser humano consiste en "ser una máquina", ha llegado al punto más alto y delirante de su putrefacción moral.
Hamlet no es una obra inmortal por la musicalidad de sus rimas, por la abundancia y brillantez de sus imágenes o por la riqueza y fluidez de sus diálogos. Hamlet es inmortal porque se planta ante las supuestas verdades de su egregia familia. Porque es feraz y feroz. Algo huele a podrido en Dinamarca. ¿A nadie le da el tufillo? Este moderno Orestes enturbia el pozo de la prístina pureza del amor virginal de su madre, la desnuda como asesina de su padre (toma esa Sherlock) y desenmascara a los protectores y protegidos por ella. Por eso es una tragedia, una batalla perdida pero bella, de un hombre puesto en pie ante su propia vida, por lo que muere aplastado por la lógica (aplastante, claro) de su lucidez.
Debajo de cada verdad hay casi siempre una puta mentira. Por eso hay que amansar a los jóvenes, doblegarlos, reducirlos, no sea que nos levanten la falda de la sotana y nos descubran. Hay que convencerlos de que son peores aún que nosotros. Esa es nuestra estrategia, la única manera de que acaben por sospechar de sí mismos, en una especie de psicoanálisis caníbal, antes llamado examen de conciencia, lo que todavía no sospechan de nosotros. Hay que darles duro para que no nos señalen, para que no nos acusen, para que no nos desmonten nuestro chiringuito intrincado de mentiras.
Con esas expectativas de los adultos sobre los jóvenes, con esas perspectivas para su futuro, ¿le extraña a alguien, que a falta de una revelación del destino o un horóscopo favorable, los jóvenes caigan en brazos del nirvana turbio del botellón?
El problema del botellón, de la educación de los jóvenes, de su sexualidad desmadrada, de la conservación del mobiliario urbano o cualquier otra situación vivida como “problema” siempre tiene una misma solución para el encefalograma plano del conservadurismo ideológico: más policía. Mucha, mucha policía. Pero nunca más presupuesto.
Nuestra Esperanza (nuestra desesperanza y desamparo) reparte chapas de ayudante del Sheriff a todos los maestros, que mola cantidad, y sobre todo es gratis, mientras les quita la paga a los chicos malos, y rebaña de los presupuestos en Enseñanza, Cultura o Sanidad. Cualquier chaval puede apreciar la profunda satisfacción que producen estas proclamas de mano dura, de cómo se sacia la irritada impotencia, cómo se sacan las andas de la cofradía de la Santa Indignación donde antaño salía la de la Inquisición. Hasta el último de la ESO puede darse cuenta de las ganas que les tienen. Y no de escucharlos precisamente.
Los jóvenes reciben, es verdad, pero fundamentalmente palos. Ni presupuestos, ni interés, ni educación, ni ejemplo, ni estímulo. Sólo, quizá, una gran telaraña llena de luces de colores fascinantes, o flipantes (para que se me entienda) que llamamos sociedad de consumo. Sociedad que no es más que el más logrado de los paraísos artificiales (ya quisiera el LSD parecérsele), pero que nos empeñamos en llamar “realidad”, en un último capotazo para que los jóvenes abandonen las tablas, su país de nunca jamás, y se enfrenten al resto de la corrida, al tercio de varas. Deben dejar de ser niños para ser máquinas, Yo Robot, Replicantes. En futuro debería estar ya aquí.
Y es nuestra Esperanza la capitana de las huestes, la Esperanza de la mueca de sonrisa petrificada. Esperanza, La Máscara, la fría calavera de sonrisa perpetua (a la que el príncipe de Dinamarca interroga). Qué poca pero qué gran diferencia hay entre el gesto y la mueca, la misma que entre la cara y la careta. La adalid de los liberales, de los que se han apropiado el nombre de la libertad sólo para patrimonializárselo (el mundo no es mundo hasta que se alicata), que se han hecho un traje con su bandera, que sólo la enarbolan para arriarla de nuevo, que ,como es obvio, son liberales exclusivamente en el plano económico, donde las desiguales relaciones de poder dejan campo libre a los abusos de todo tipo, siendo muy intervencionistas, en cambio, en el terreno de la moral sexual (ellos dictan quién, cuánto y cuándo se folla aquí y con quién), por supuesto haciendo hincapié en los límites de la misma y en que la libertad sin ley no es libertad, perdiendo la oportunidad de decir "y viceversa". Atufa al incienso añejo y culpabilizante del libertinaje.
Los dioses de la antigüedad eran el espejo donde los mortales comprendían el mundo, hasta que los dioses se agusanaron amancebándose, lloviéndose sobre las mujeres. La aristocracia constituía el espejo, la brújula desde la que el resto de los siervos debía orientarse, para la cual, el derecho de pernada era gracia que se concedía a la plebe, algo próximo a la zoofilia, un gran honor sin sombra de sometimiento o sumisión. La monarquía el paradigma, el arquetipo social bendecido por Dios donde debían mirarse los súbditos, hasta que María Antonieta jugó, fingió ser una lechera, como si fuera una pastora. Con lo que ello implicaba de suficiencia, de superioridad (e inferioridad implícita), de colonialismo, de degradación para el resto de los hombres. Para el catequético liberal del libro sobre la ejemplaridad (espejo donde mirarnos, dime, ¿quién es la más bella?), como una nueva forma de autoridad, habría que cerrar ya el ciclo de la libertad para abrir el de los límites, la responsabilidad, la socialización, la inserción en la sociedad de los medios de producción y su puta madre.
¿Una nueva forma? La ejemplaridad es puro Ancien Régime. Tengo la impresión de que van a desenterrar a los Romanov, al Rey Sol, y a la momia de Tutankamón con su máscara de oro, y no hay alcanfor suficiente en el mundo para que no se note el olor a podrido, a hipocresía, a impostura, a careta, a mueca. Tartufo debe estar frotándose las manos en su tumba, a la espera de la pronta resurrección.
Lo que viene es mano dura en el guante hipócrita de terciopelo azul.
Con este panorama lo normal es que a uno le den ganas de matar a su padre, como toda la vida, arrancarse los ojos (los cuatro), romper con ellos el espejo del encantamiento, y hacerles tragar su propia manzana envenenada. Y para pasar los siete años de mala suerte arrimarse a un botellón, a ver si a lo admiten a uno a mis años.




PD. El tipo se llama Javier Gomá, es director de la Fundación Juan March, y publica el libro “Ejemplaridad pública”, que no me pienso leer, si no es para hacerle otro paralelo. Podéis ver la entrevista en la página de la CNN+ en el programa cara a cara de Antonio San José.

1 comentario:

  1. Hola amigo, bienvenido al universo blog. Como siempre comparto casi todas tus ideas y me alegra comprobar que tu batidora cerebral está mejor engrasada que nunca.
    Como humilde consejo te diría que hicieras entradas más cortas o por capítulos diarios, se puede programar su publicación, para mantener el interés y evitar que la peña no llegue al final y se pierda tus jugosas conclusiones. Ya sabes que yo mantengo el blog de nuestro grupo teatral
    http://www.otrasno-teatro.blogspot.com/
    visitálo alguna vez.
    Bicos e apertas

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